¡SEÑOR, QUE PUEDA VER!
Los que han nacido con vista, pero por circunstancias dolorosas, como una enfermedad o un accidente, la han perdido, siempre nos dicen que no sabemos valorar este sentido lo suficiente hasta que no lo perdemos. Vivimos en un mundo que está hecho para ser visto y perder esa capacidad es perder un cauce esencial de relación con lo que nos rodea y con los que viven con nosotros.
En la Palabra de Dios de este domingo aparecen dos tipos de ceguera: la espiritual, del pueblo de Dios, que en un momento duro de su larga historia se ve sumido en oscuridad, y la física del ciego Bartimeo, desechado de todos pero acogido por Jesús.
En un momento amargo de destierro y dispersión, el profeta Jeremías, al que hemos escuchado en la primera lectura, da esperanza al pueblo con la palabra que pronuncia en el nombre de Dios. El pueblo ahora disgregado y disperso, hoy diríamos hundido y deprimido, será congregado de nuevo por el brazo de Dios. Será Dios el que traerá la salvación para su pueblo sin excepción alguna.
De la misma manera que Dios es el que toma la iniciativa con su pueblo de Israel, la sigue tomando ahora con nosotros. El clamor de los pobres, que muchas veces deberíamos llamar mejor ʺempobrecidosʺ por la codicia y la rapiña, de la que todos somos algo responsables con nuestro modo de vivir y de consumir, no es indiferente para Dios.
Son tantas las escenas de horror, de guerras y destrucciones, de injusticia, que vemos a través de los medios de comunicación, que podemos terminar insensibilizados. Ya se hablaba de esto en los años ochenta del pasado siglo XX, cuando por primera vez en la historia las televisiones nos mostraban los estragos de las hambrunas en África. Ya entonces se decía que la exposición prolongada a esas escenas terminaría insensibilizando a la audiencia normal. ¿Cuánto más ahora, que esos contenidos se nos muestran a diario?
En el evangelio hemos escuchado la curación del ciego Bartimeo. Bartimeo estaba ciego e imposibilitado para moverse por sí mismo. Dependía de la bondad de alguien con tiempo y ganas de acompañarle para cambiar de lugar o buscar un sitio mejor donde pedir limosna. Muchos pasan y no le ven, están insensibilizados ante el sufrimiento de un lisiado más.
Y en estas estaría cuando sintió el revuelo que acompañaba a Jesús allí donde iba. No sabremos nunca qué le contaron de Jesús o qué información tenía, pero fue la suficiente como para dar el grito que le cambiaría la vida: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”.
Para los demás, incluidos los apóstoles, aquel ciego no era más que un estorbo, alguien ante el que la mirada se desvía para que no incomode. Pero para Jesús no es así. Jesús le llama, se interesa por él: “¿Qué quieres que haga por ti?”
Es la primera vez en la vida de aquella persona tan sufriente que aparece alguien que le mira, que le pregunta, que se para, que no le ve como una molestia a evitar. Y trae consuelo y visión, sanación a su pobre existencia. Y la fe, esa confianza que le lleva a saltar hacia Jesús aun sin verle, le salva.
Termina el pasaje evangélico diciendo que “recobró la vista y lo seguía por el camino”. Se convierte en un testigo que lleva a otros a Jesús, para ser también, como él, curados de sus cegueras, las de los ojos o las del corazón.
Porque, pensándolo bien, Bartimeo no era el único ciego. Él era ciego de los ojos de la cara, y los que iban por el camino eran ciegos de los ojos del corazón, endurecido ya para ver las necesidades ajenas y el sufrimiento de otros.
Le pedimos a Jesús que nos libere de la ceguera de pensar
solo en lo nuestro o en los nuestros, de tener una mirada más amplia, para que,
como discípulos de Jesús podamos ver a los que están a nuestro lado, o lejos,
con su misma mirada de compasión y amor.
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