LLAMADOS A SER DE LA FAMILIA DE JESÚS
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
La Palabra de Dios de un domingo es
tan rica, que no podemos agotarla en un comentario tan breve. Somos afortunados
de poder escucharla, tan afortunados como aquella gente que se agolpaba en
torno a Jesús para oírle. ¿Realmente nos sentimos así, afortunados de poder
escuchar la Palabra de Dios y la buscamos como hacían aquellos del evangelio?
La primera lectura, tomada del libro
del Génesis, nos habla de una realidad que está ahí: existe el mal y su
personificación en el demonio. La existencia real de este ser, que, siendo
puramente espiritual, se apartó por completo de Dios su creador, es una verdad
revelada que forma parte de nuestra fe cristiana. En esto los creyentes no
deberíamos dejarnos confundir. Otra cosa bien distinta son las representaciones
que de este ser se han hecho a lo largo de la historia, con rabo, cuernos y
fuego. Todo eso no dejan de ser formas de imaginarlo humanamente.
Pero que existe el mal y que este mal
tiene como objetivo perder al ser humano, apartándolo de su Creador para
conseguir su infelicidad presente y su perdición eterna, es una realidad continuamente
presente en la Biblia.
Intentó perder a Adán, el primer
hombre, y logró su caída, como nos cuenta el relato del pecado original en el
Génesis, aunque Dios no lo abandonó por ello. Lo intentó también con
Jesucristo, el nuevo Adán, y no lo consiguió en ninguna de las ocasiones en que
lo intentó. Y lo intenta con nosotros, los bautizados, llamados a ser imagen de
Cristo en medio del mundo y a entrar en el Reino de los cielos.
El pecado engendra la mentira y la
división. En el relato de la caída nadie quiere asumir su propia culpa: Adán
acusa a Eva y Eva acusa a la serpiente. Nadie quiere cargar con su pecado, pero
solo hacerlo y pedir el perdón puede liberarnos. Lo vemos en los conflictos de los
países y en los más cercanos a nosotros; nadie quiere ceder, la culpa siempre
es del otro y pedir perdón es rebajarse… se trata siempre de la misma mentira
de la serpiente.
Jesús trae la victoria definitiva
sobre este mal, pero la ceguera de los que le veían cómo expulsaba los demonios
les lleva a creer que aquellas liberaciones también eran obras del maligno. Ni
siquiera viendo cómo los signos del Reino de Dios se cumplen en las obras de
Jesús se decidían a aceptarlo. La soberbia y el pecado se lo impiden.
No cabe ya mayor ceguera. Eso es
cerrarse a la obra del Espíritu Santo y blasfemar contra él, el único pecado
que Jesús dice que no puede ser perdonado. Porque el Espíritu Santo es el que
nos da la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, pero para recibirlo
hay que querer hacerlo y no estar cerrados a ello.
Debemos reconocer la acción de Dios
allí donde se dé. Reconocer las obras
buenas de los demás, aunque no sean de los nuestros, tener la capacidad de
pedir perdón y de perdonar. No seamos nunca como los letrados de Jerusalén, de
corazón endurecido, que permanecen voluntariamente ciegos ante las maravillas
de Dios.
No tengamos miedo de vivir la vida
según el evangelio de Jesucristo, aunque eso vaya a contracorriente de los criterios
que se defienden en el momento cultural que vivimos. Como dice el apóstol Pablo
en la segunda lectura: “no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se
ve; lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno”.
Jesús dice que su madre y sus hermanos son los que hacen la
voluntad de Dios. Pues formemos parte de la gran familia de Jesús siendo su
hermano, su hermana, cumpliendo la voluntad de Dios cada día. Así seremos
coherederos con Él.
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