sábado, 18 de febrero de 2023

DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO (CICLO A)

 AMAD A VUESTROS ENEMIGOS


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

¿Quiénes son los santos? Los que están representados en pinturas o en tallas en nuestras iglesias, aquellos que tienen su fiesta marcada en el calendario. Nos parecen tan inalcanzables, tan perfectos, tan fuera de este mundo… que, claro, cuando alguien nos dice que nuestra vocación primera como bautizados es la de ser santos, enseguida pensamos: eso será para otros.

Yo me veo lleno de contradicciones entre lo que deseo ser y lo que realmente soy, entre lo que parezco ser y lo que realmente pienso de mí, entre lo que significa ser cristiano y mi fe tibia y llena de dudas…

Pues hoy comienza así la primera lectura, con ese mandato que ya recibió el pueblo de Israel: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo.

El modelo es nada menos que Dios. Como hijos creados a su imagen y semejanza es a quien nos debemos parecer. ¿Es esto posible, que la frágil criatura se parezca a su Creador?

Desde luego que, a la perfección, a la omnipotencia, a la omnisciencia de Dios no nos podremos parecer nunca. ¡No somos más que hombres y mujeres!

¿Entonces, a qué nos pide que nos asemejemos? El Señor es compasivo y misericordioso, hemos repetido con el salmo. A esas actitudes de Dios nuestro Padre es a las que nos debemos parecer. La santidad que se nos pide está en relación directa con nuestra actitud hacia nuestros semejantes.

Ya las palabras que recibe Moisés de Yahvé Dios son exigentes: “No te vengarás de los hijos de tu pueblo ni les guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dios quiso que los israelitas se tratasen con amor, que fuesen un pueblo en el que el respeto, la reconciliación, la aceptación, les hiciese una comunidad humana distinta. Su ejemplo debía servir como una luz que alumbrase a los pueblos de la tierra, para demostrar que se puede vivir de otro modo, que el hombre no tiene por qué hacerse un lobo para el hombre.

Son palabras del Antiguo Testamento muy antiguas, pero que hoy siguen siendo plenamente actuales. ¿Cómo cambiarían nuestras sociedades, nuestros pueblos, nuestras familias, si, al menos al que tenemos al lado, le demostráramos algo más de respeto y aceptación?

Pero, como hemos ido viendo con todos los evangelios de los domingos precedentes, Jesús no viene a repetir sin más la ley del Antiguo Testamento. Viene, como Él mismo dice, a llevarla a su plenitud y a enseñar su sentido verdadero.

La ley del Talión era ya una limitación de la venganza: la venganza tenía que ser proporcionada a la ofensa recibida: ojo por ojo y diente por diente.

Jesús dice que eso no basta para quien quiere vivir como Hijo de Dios que se parece al Padre compasivo y misericordioso. Hay que romper el círculo interminable de la venganza con el perdón, poner un fin al mal. Presentar la mejilla izquierda a quien te abofetea la derecha, dar el manto a quien te reclama la túnica, acompañar dos millas a quien te pide que camines una. Vencer el mal con el bien, vencer el odio con el perdón.

No basta con amar a tu prójimo, a tu semejante y odiar a tu enemigo, al que no es tu semejante. Hay que amar incluso a tu enemigo si quieres ser hijo del Padre del cielo que se parezca a Él. Porque la lluvia y el sol del Creador salen igual sobre los justos y sobre los injustos.

Pero, ¿Cómo nos puede mandar amar al enemigo? ¿No es esto algo anti-humano? En los sentimientos no se puede mandar; no nos está pidiendo que tengamos a nuestros ofensores, a los que nos han dañado de algún modo, los sentimientos de cariño, de aprecio, de cercanía, que tenemos por nuestros amigos.

No, el amor por los enemigos significa no hacerles daño, no albergar rencor hacia ellos, hacer el firme propósito de no odiar y de buscar la reconciliación en lo que dependa de nosotros. No es un amor de sentimiento el que nos pide Jesús, sino un amor de voluntad y decisión.

Este mensaje de Jesús no se puede intentar vivir solo con las fuerzas humanas, sería imposible. Pero es que no estamos solos en ello. Como nos ha dicho el apóstol Pablo somos templos de Dios y el Espíritu de Dios habita en nosotros. La fuerza de Dios nos ayuda a vencer la tentación del odio y el rencor que nos envenena y que siempre nos hace infelices y cambiarlo por el perdón, que resulta sanador y liberador.

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