BIENAVENTURADOS, DICHOSOS, FELICES...
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISAHoy comenzamos a leer el gran discurso del monte en el
evangelio de Mateo, que iremos leyendo, domingo tras domingo, hasta que
comience la Cuaresma.
Muchas veces el evangelio dominical nos presenta a Jesucristo
como médico, curando los males del cuerpo o del espíritu de aquella gente, que
se le acercaban confiados y cargados de sufrimientos. Así terminaba,
precisamente, el evangelio del domingo pasado: “recorría toda Galilea
enseñando, proclamando el evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda
dolencia en el pueblo”.
En cambio, hoy se nos presenta como Maestro: se sienta en el
monte, sus discípulos le rodean con deseo de escuchar y comienza a enseñarles.
El lugar lo escoge a propósito: el monte en la Biblia es siempre lugar de
encuentro con Dios, y nos hace pensar en el monte Sinaí, donde Moisés enseña al
pueblo los diez mandamientos que deben guardar para permanecer en la amistad
con Dios.
¿Qué enseña este Maestro en el monte? Un mensaje sorprendente,
las bienaventuranzas, que va a contra corriente de los valores del mundo de
entonces… y de ahora. Sin fe no se pueden entender ni aceptar estas palabras de
Jesús; por esto, no olvidemos que las enseñaba a los que querían ser sus discípulos.
Son nueve bienaventuranzas y podemos ver diferencias entre
ellas. Las cuatro primeras hablan de situaciones de la vida cotidiana de los
discípulos: pobreza de espíritu, mansedumbre, tristeza, hambre y sed de
justicia. Seguro que, si salimos a preguntar a la calle, a alguien que esté
ajeno a este mensaje, y le decimos “¿los que pasan por estas situaciones pueden
ser felices?”, nos responderán que los felices son los contrarios: los que no
les falta de nada, los poderosos que pueden imponer su voluntad, los que no
tienen penas, los que no tienen problemas.
Pero ¿esto es de verdad así? ¿Esas bienaventuranzas del mundo
son verdaderas? ¿Uno puede ser feliz realmente, sentirse una persona plena,
escapando de las tristezas y los problemas a toda costa, aunque eso suponga
cerrar los ojos a lo que no está bien o es injusto, buscando que se cumpla el
propio capricho a toda costa y por encima de quien sea?
¿No serán precisamente estas unas falsas bienaventuranzas, un
mensaje que no es auténticamente humano ni conduce a ninguna parte?
¿No será que Jesús, como Maestro, quiere abrirnos los ojos a
la verdad de la existencia, para que no nos dejemos engañar por espejismos de
felicidad? Desde luego que sí. La tristeza, la pobreza de espíritu, la sed y
hambre de justicia, la mansedumbre son situaciones que nos llegan
inevitablemente si optamos por vivir pensando en los demás y buscando el
Reinado de Dios en este mundo.
Pero es que lo contrario ni es humano, ni realiza a la
persona, ni salva. Pero si se vive plenamente el proyecto de Jesús, aún con
sufrimientos, se encuentra la felicidad ya en esta vida y, más aún, en la vida
futura.
Las cuatro siguientes bienaventuranzas declaran felices,
dichosos, a los que viven las actitudes del discípulo de Jesús: son
misericordiosos, y por eso alcanzan misericordia; son pacíficos, y por eso
viven ya como hijos de un mismo Padre Dios; son limpios de corazón, y por eso
pueden ver a Dios en el hermano y lo verán después de la muerte cara a cara;
son perseguidos por buscar lo que es justo y, aunque resulten incómodos, viven
ya como ciudadanos del Reino de Dios.
La novena, y última, de las bienaventuranzas, describe algo
que ya sabemos y que, quizás, hasta hemos experimentado alguna vez: quien vive
así, de acuerdo a estos valores que van a contra corriente del mundo, se le
señala, es objeto de burla y puede que hasta de persecución. Pero su recompensa
será grande, porque son los valores más nobles, más altos, más humanos, los que
dan la verdadera paz a quien los vive.
Hoy cada uno de nosotros, confrontándose con este evangelio,
se debe preguntar: ¿me convencen las bienaventuranzas de Jesús o me quedo, en
cambio, con las bienaventuranzas del mundo? ¿Dónde encuentro yo la verdadera
felicidad y el sentido de la vida?
Porque, como nos dijo el Papa Francisco en sus catequesis
sobre las bienaventuranzas: son la “carta de identidad” del cristiano, porque
describen el rostro y el estilo de la vida de Jesús. No nos pide nada que no
haya vivido Él a fondo.
Jesucristo es el Bienaventurado, el feliz, porque hizo vida,
hasta el fin, todo lo que nos anunció. Por eso es nuestro Salvador y nuestro
Maestro, porque nos enseña a vivir con sentido, buscando lo auténtico y
rechazando los espejismos de felicidad que ni sacian ni dan vida.
Hoy comenzamos a leer el gran discurso del monte en el
evangelio de Mateo, que iremos leyendo, domingo tras domingo, hasta que
comience la Cuaresma.
Muchas veces el evangelio dominical nos presenta a Jesucristo
como médico, curando los males del cuerpo o del espíritu de aquella gente, que
se le acercaban confiados y cargados de sufrimientos. Así terminaba,
precisamente, el evangelio del domingo pasado: “recorría toda Galilea
enseñando, proclamando el evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda
dolencia en el pueblo”.
En cambio, hoy se nos presenta como Maestro: se sienta en el
monte, sus discípulos le rodean con deseo de escuchar y comienza a enseñarles.
El lugar lo escoge a propósito: el monte en la Biblia es siempre lugar de
encuentro con Dios, y nos hace pensar en el monte Sinaí, donde Moisés enseña al
pueblo los diez mandamientos que deben guardar para permanecer en la amistad
con Dios.
¿Qué enseña este Maestro en el monte? Un mensaje sorprendente,
las bienaventuranzas, que va a contra corriente de los valores del mundo de
entonces… y de ahora. Sin fe no se pueden entender ni aceptar estas palabras de
Jesús; por esto, no olvidemos que las enseñaba a los que querían ser sus discípulos.
Son nueve bienaventuranzas y podemos ver diferencias entre
ellas. Las cuatro primeras hablan de situaciones de la vida cotidiana de los
discípulos: pobreza de espíritu, mansedumbre, tristeza, hambre y sed de
justicia. Seguro que, si salimos a preguntar a la calle, a alguien que esté
ajeno a este mensaje, y le decimos “¿los que pasan por estas situaciones pueden
ser felices?”, nos responderán que los felices son los contrarios: los que no
les falta de nada, los poderosos que pueden imponer su voluntad, los que no
tienen penas, los que no tienen problemas.
Pero ¿esto es de verdad así? ¿Esas bienaventuranzas del mundo
son verdaderas? ¿Uno puede ser feliz realmente, sentirse una persona plena,
escapando de las tristezas y los problemas a toda costa, aunque eso suponga
cerrar los ojos a lo que no está bien o es injusto, buscando que se cumpla el
propio capricho a toda costa y por encima de quien sea?
¿No serán precisamente estas unas falsas bienaventuranzas, un
mensaje que no es auténticamente humano ni conduce a ninguna parte?
¿No será que Jesús, como Maestro, quiere abrirnos los ojos a
la verdad de la existencia, para que no nos dejemos engañar por espejismos de
felicidad? Desde luego que sí. La tristeza, la pobreza de espíritu, la sed y
hambre de justicia, la mansedumbre son situaciones que nos llegan
inevitablemente si optamos por vivir pensando en los demás y buscando el
Reinado de Dios en este mundo.
Pero es que lo contrario ni es humano, ni realiza a la
persona, ni salva. Pero si se vive plenamente el proyecto de Jesús, aún con
sufrimientos, se encuentra la felicidad ya en esta vida y, más aún, en la vida
futura.
Las cuatro siguientes bienaventuranzas declaran felices,
dichosos, a los que viven las actitudes del discípulo de Jesús: son
misericordiosos, y por eso alcanzan misericordia; son pacíficos, y por eso
viven ya como hijos de un mismo Padre Dios; son limpios de corazón, y por eso
pueden ver a Dios en el hermano y lo verán después de la muerte cara a cara;
son perseguidos por buscar lo que es justo y, aunque resulten incómodos, viven
ya como ciudadanos del Reino de Dios.
La novena, y última, de las bienaventuranzas, describe algo
que ya sabemos y que, quizás, hasta hemos experimentado alguna vez: quien vive
así, de acuerdo a estos valores que van a contra corriente del mundo, se le
señala, es objeto de burla y puede que hasta de persecución. Pero su recompensa
será grande, porque son los valores más nobles, más altos, más humanos, los que
dan la verdadera paz a quien los vive.
Hoy cada uno de nosotros, confrontándose con este evangelio,
se debe preguntar: ¿me convencen las bienaventuranzas de Jesús o me quedo, en
cambio, con las bienaventuranzas del mundo? ¿Dónde encuentro yo la verdadera
felicidad y el sentido de la vida?
Porque, como nos dijo el Papa Francisco en sus catequesis
sobre las bienaventuranzas: son la “carta de identidad” del cristiano, porque
describen el rostro y el estilo de la vida de Jesús. No nos pide nada que no
haya vivido Él a fondo.
Jesucristo es el Bienaventurado, el feliz, porque hizo vida, hasta el fin, todo lo que nos anunció. Por eso es nuestro Salvador y nuestro Maestro, porque nos enseña a vivir con sentido, buscando lo auténtico y rechazando los espejismos de felicidad que ni sacian ni dan vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.