UN DIOS DE VIVOS
En
esta misma semana hemos celebrado la Solemnidad de Todos los Santos y la
Conmemoración de los Fieles Difuntos. En estos días, los cementerios han estado
muy concurridos, las tumbas se han llenado de recuerdos emocionados en forma de
flores y hemos rezado juntos por quienes nos han dejado, a los que debemos
tanto de lo que somos y tenemos. Y hemos hecho algo aún más valioso por ellos:
recordarles en la Eucaristía, la celebración central de nuestra fe cristiana.
Si
hemos hecho todo esto así, es porque creemos que viven. No viven, desde luego,
entre nosotros, pero viven de un modo distinto en la eternidad, junto a Dios.
Si no fuese así, ¿para qué rezar por ellos, para qué ofrecer por ellos la Misa?
Es
verdad que no tenemos certezas, ni sabemos cómo será esa existencia que
profesamos en el Credo cada vez que decimos “Creo en la resurrección de la
carne y en la vida eterna”. No tenemos certezas, pero tenemos confianza. Y la
confianza, que eso es precisamente la fe, nos viene de que, primero Dios Padre
a través de la revelación al pueblo escogido de Israel y, después, el mismo
Jesucristo, Dios hecho hombre, así nos lo han asegurado.
Nos
han dicho que debemos vivir con confianza, pues, aunque tengamos que pasar por
la muerte, la destrucción de nuestro cuerpo material será el nacimiento a una
existencia nueva en la que seremos transformados, aunque seguiremos siendo los
mismos.
No
tengáis miedo, en la casa de mi Padre hay muchas estancias y yo me voy a
prepararos sitio, para que, donde estoy yo estéis también vosotros. Jesús nos
ha dicho esto y sabemos que Él no nos engaña, porque es la Verdad.
De
esta esperanza en la vida eterna que nos espera, nos habla la Palabra de Dios
de este domingo. El libro de los Macabeos es uno de los primeros testimonios de
la fe en la resurrección de los justos. Un rey de Israel malvado y corrupto,
Antíoco, quiso borrar la fe de su pueblo para hacerles un pueblo igual a los
demás, poderoso en lo humano, pero sin fe en Yahvé.
Muchos
aceptaron el cambio, porque su fe era muy débil y les daba igual guardar la
Alianza que no guardarla, pero hubo muchos otros que se resistieron y, por
ello, fueron sometidos a tortura y persecución. Los pasajes que hemos escuchado
nos presentan una de aquellas situaciones: siete hermanos son martirizados por
no aceptar renunciar a la fe. Su madre, lejos de amedrentarse, aún con el
sufrimiento de ver padecer y morir a sus jóvenes hijos, les animó a preferir mantener
la fe a la misma vida.
¿Dónde
encontraron aquellos mártires por la fe de Israel la fuerza para superar tan
terrible prueba? En su confianza en la resurrección, en que Dios les esperaba y
les recompensaría su elección valiente.
“Tú,
malvado, nos arrancas la vida presente, pero, cuando hayamos muerto por su ley,
el Rey del universo nos resucitará para la vida eterna”, proclaman ante sus
verdugos, como han proclamado los mártires cristianos de todos los tiempos,
también los del tiempo actual.
No
tienen certezas, porque no es algo que se pueda tocar o ver, pero tienen
confianza en el amor de Dios que nos ha hecho para la vida, una vida que no
puede quedarse reducida a este breve paso por la tierra, a menudo tan cargado
de sufrimientos e injusticias.
A
Jesús le asaltan los saduceos, un grupo religioso muy influyente y poderoso que
negaba la resurrección. Aunque le llaman maestro, no quieren aprender de él,
sino desacreditarlo públicamente, dejarle sin respuestas para que sus
discípulos pierdan la fe en su enseñanza. Le plantean una hipótesis absurda: si
afirmas la resurrección, ¿con quién estará casada en el más allá la mujer que
tuvo a los siete hermanos por esposos, uno tras otro?
Jesús,
en su sabiduría, no cae en la trampa saducea. Más bien, les hace ver que no
entienden de lo que hablan: la vida eterna que Dios tiene preparada para sus
hijos cuando cruzan la puerta de la muerte física, no es una copia o
prolongación, sin más, de esta vida; no es una repetición de esta existencia
con sus normas y leyes. Es una realidad completamente nueva.
Si
el matrimonio, ya desde la creación del hombre y la mujer, tiene como fin
asegurar la pervivencia en los hijos que nacen de la unión, en la vida eterna
ya no puede existir el matrimonio, ya que tampoco existe la muerte. Todos viven
y la unión se da en Dios, que une a todos y los colma de su misma vida.
Y
les hace ver su contradicción: dicen ser creyentes en las Escrituras, pero las
niegan, ya que las Escrituras dan testimonio de que Dios es un Dios de vivos y
para él todos viven.
No
sabemos bien cómo será la vida eterna, no sabemos bien cómo será nuestra
resurrección, pero tenemos confianza en el Dios de la vida, el Dios de vivos
que ha sacado de la muerte a su Hijo Jesús. Con esto nos debe bastar, porque lo
demás es imaginación y hacer hipótesis.
Lo
importante es que esta confianza nos sostiene en nuestra vida diaria, nos ayuda
a vivir llenando de amor y vida cada instante, sea el tiempo que sea el que
estemos aquí.
Este
pequeño relato conecta perfectamente con el mensaje de hoy:
Un
médico visitaba a un paciente terminal y dejó a su perro fuera, esperando a la
puerta. Al despedirse, ya con la mano en el pomo de la puerta, el enfermo le
preguntó: - Doctor, dígame qué hay al otro lado de la muerte.
El médico
respondió: - No lo sé.
El enfermo
insistió: - ¿Cómo es posible que usted, un hombre cristiano, creyente, no
sepa lo que hay al otro lado?
En ese
momento se oían gruñidos y arañazos del otro lado de la puerta. El doctor la
abrió, y su perro entró moviendo la cola, haciendo fiestas y saltando hacia
él. El doctor le dijo al enfermo: - Fíjese Vd. en mi perro. Él
nunca había entrado en esta casa. No sabía nada de lo que se iba a encontrar al
entrar en esta habitación. Sólo sabía que su amo estaba aquí dentro. Y por
eso, al abrirse la puerta, entró sin temor a mi encuentro. Pues bien, yo apenas sé
nada de lo que hay al otro lado de la muerte. Solo sé una cosa. Mi Señor está
allí, y eso me basta».
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