ENSEÑANOS A ORAR...
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
La primera lectura y el evangelio de hoy nos presentan el tema
de la oración. Abraham, que en la lectura del pasado domingo recibía la visita
de Dios en forma de tres misteriosos peregrinos del desierto, intercede ante
Dios por la salvación de los pocos justos que queden en las ciudades pecadoras
de Sodoma y Gomorra, ya que Yahvé le ha comunicado que serán destruidas por su
corrupción.
El mismo asunto de la
oración se retoma en el evangelio de hoy, compuesto de tres partes: el Padre
Nuestro, la parábola del amigo importuno y el pasaje sobre la oración confiada.
Las dos últimas partes tienen como tema central la perseverancia en la oración
confiada.
Jesús enseña a sus discípulos porque le preguntan, quieren saber
cómo orar. Los discípulos han comprobado que el Maestro se retira a rezar con
frecuencia y ven que reza de un modo distinto. El evangelista Lucas lo menciona
muchas veces. Suele presentar a Jesús orando a solas en los momentos cruciales
de su vida. Además, se dirige a Dios como “Abba”, “Padre, Papá”, mostrando una
cercanía y confianza propias de un hijo que se siente permanentemente querido.
Jesús, en su oración, da gloria al Padre y pide la salvación de
los hombres. Rara vez pide por sí mismo (solo en la oración de Getsemaní y en
la cruz). En definitiva, Jesús era hombre de oración, los discípulos lo ven y
le preguntan cómo han de orar. Aunque ellos ya rezaban como pedían las
prescripciones judías, le piden que les enseñe este modo de orar propio; quizá
tenían la sensación de no saber orar o de hacerlo mal. También, a veces, nos
pasa a nosotros que no sabemos cómo rezar; San Pablo dice que “no sabemos orar
como nos conviene”.
La mejor oración, la más elevada, siempre será rezar el Padre
Nuestro, porque nos la ha enseñado el Hijo para que se la dirijamos al Padre
con Él. Si rezamos el Padre Nuestro con sentido, pasando por el corazón lo que
decimos con la lengua, y no de un modo mecánico, este contiene todo lo que uno puede pedir a Dios. No hay deseo legítimo
presentable ante Dios que no esté contenido, directa o implícitamente: su
glorificación (santificado sea tu nombre), el cumplimiento de su voluntad
(empezando en mí), el pan (material y espiritual) para uno mismo y los demás,
la concordia entre los hombres (con el perdón), etc.
Por ser el domingo más cercano a la festividad
de San Joaquín y Santa Ana, hoy celebramos en la Iglesia la II Jornada de los
Abuelos y los Mayores. El Papa Francisco ha escrito para animar este día una
preciosa carta titulada: En la vejez seguirán dando frutos.
La ancianidad no es una enfermedad ni es algo a
descartar o a disimular, es una bendición de Dios y, como toda etapa de la
vida, ha de ser una etapa provechosa, para fructificar.
El mayor fruto que dice el Papa que los mayores
pueden aportar en este momento, a una sociedad tan herida y dividida como la
nuestra por tensiones de todo tipo, es la ternura. Los mayores han vivido
mucho, han aprendido, tantas veces con sufrimientos, que es lo importante y qué
no lo es, han cuidado de muchos y han desarrollado paciencia y sabiduría. Ni la
sociedad ni la Iglesia pueden prescindir de los frutos que dan los ancianos,
que están llamados a sentirse útiles y fecundos en este momento de su vida.
Que la Eucaristía que estamos celebrando nos
ayude a crecer en comunión entre jóvenes y mayores, para así abrir camino a una
sociedad más pacífica e integradora de todos.
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