NO OS ACOBARDÉIS, ESTOY CON VOSOTROS
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Avanzamos una semana más en el tiempo de la Pascua y hoy ya
es el domingo sexto. El tiempo que el Señor resucitado dedicó a fortalecer la
fe de sus apóstoles, a animarles, ya va tocando a su fin.
Por eso el próximo domingo celebraremos la Ascensión del
Señor. Jesús resucitado vuelve al Padre Dios y deja el testigo de la
construcción del Reino de Dios a su Iglesia.
Se fía de los apóstoles, se fía de nosotros y, aunque no
siempre seamos los mejores discípulos ni los más fieles al Evangelio, nos deja
su misión. No significa que nos deje solos, Él está con nosotros hasta el final
de los tiempos, pero ahora somos nosotros su Cuerpo en el mundo: sus labios
para proclamar, sus manos para ofrecer, su corazón para amar y, también, para
sufrir.
De la Iglesia nos habla hoy la Palabra de Dios, de la Iglesia
que estaba comenzando a existir, en el tiempo de los apóstoles. Tantas veces
hemos idealizado a aquella comunidad primitiva y la vemos muy alejada de
nuestra Iglesia de hoy… o, mejor dicho, nos vemos nosotros muy alejados de su
frescura original. Pero el libro de los Hechos de los apóstoles, que es de lectura
continua en este tiempo pascual, nos dice que no es tan así…
Era una comunidad formada por creyentes como nosotros, con
ideas distintas y, en ocasiones, enfrentadas, sobre cómo debían resolver el
reto que les planteaba anunciar a Jesucristo a todas las naciones, que es la
tarea inabarcable que les dejó el Maestro. Y a veces discutían, incluso se
enfadaban entre ellos. Justamente igual que nosotros.
Pero hay algo muy importante que, pese a sus diferencias, les
mantenía unidos siempre: compartían el proyecto de Cristo y estaban dispuestos
a dar lo mejor de sí mismos, incluso a dar la vida, para sacarlo adelante. Y
cuando no sabían qué hacer, qué camino escoger, se ponían a orar juntos, en
actitud de escuchar juntos al Espíritu Santo y así era como decidían.
Esta palabra, que suena tanto en nuestras reuniones de grupos
parroquiales y en nuestras asambleas diocesanas, la Sinodalidad, quiere
expresar el modo de ser de aquella Iglesia de los apóstoles que queremos para
nuestras comunidades hoy.
Los apóstoles no renunciaban a serlo, no se descargaban de su
misión… pero no llevaban adelante solos la vida de las comunidades, sino que
contaban con los dones y carismas que el Espíritu Santo suscitaba entre los
creyentes.
Y decidían con otros lo que afectaba a todos. Tenemos que
tener muy claro que la Iglesia no puede ser responsabilidad del Papa, de los
obispos y de los sacerdotes. Que una Iglesia en la que unos pocos deciden y
trabajan, mientras el resto asiste pasivamente, no es la Iglesia que quiere
Jesús, sino una deformación de esta.
La Iglesia de Jesús es aquella en la que todos contamos,
todos trabajamos, todos amamos… cada cual desde su lugar y aportando sus propios
talentos.
En el Evangelio nos ha dicho que, si le amamos y guardamos su
Palabra, él vive en nosotros, somos presencia del Señor los unos para los
otros. Y tenemos su Espíritu Santo, que nos enseña todo lo esencial, que nos fortalece,
que nos corrige, que nos consuela. Todos los bautizados somos templos del
Espíritu Santo y, por ello, todos somos miembros activos de su Iglesia.
El Señor resucitado nos da su paz, pero no como la da el
mundo. No es una paz equivalente a ausencia de problemas porque todo nos da lo
mismo, la paz que Él nos regala.
Es la paz que disfrutan aquellos que buscan, ante todo, el
Reino de Dios y su justicia, aunque eso les complique la vida. Se la complicó a
los apóstoles y nos la complica a nosotros. Pero nos produce una paz y una
alegría que nada ni nadie nos va a quitar.
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