CADA ÁRBOL SE CONOCE POR SU FRUTO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Dicen que el
buen maestro es aquel al que se le entiende todo y, en cambio, al mal maestro
apenas se le entiende nada, por más cultas y rebuscadas que sean sus
expresiones. Jesús es un buen maestro, sin duda, porque le entienden todo lo
que dice incluso los más sencillos, que solían ser la mayoría de sus oyentes.
Es capaz de
traducir la sabiduría más elevada, los misterios del Reino para todos, formando
a las personas de verdad. A los que le oían entonces, y también a nosotros hoy,
cada vez que leemos su Evangelio o lo escuchamos en la misa.
Sus parábolas
toman imágenes de la vida cotidiana de aquel tiempo, que ocurrían a diario y
que, al aplicarlas a su enseñanza, la hacían fácilmente accesible.
¿De qué nos
habla en este domingo el Señor? De que es necesario que seamos personas
verdaderas, ya que la fe cristiana de los discípulos no se aparenta, se vive.
En el tiempo de Jesús, y también en la actualidad, la apariencia es algo a lo
que se da mucha importancia. En aquel tiempo, los fariseos y los escribas, con
los que Jesús tiene tantos desencuentros, cultivaban la apariencia de ser personas
piadosas, rectas, que vivían siguiendo la Palabra de Dios hasta en los detalles
más mínimos de lo cotidiano. Pero bajo toda esa capa de profunda religión,
muchas veces había unos criterios nada piadosos, propios de jueces duros con
los más humildes, de codicia de los bienes, de falta de compasión y ternura.
En nuestro
tiempo ya no está de moda, más bien es un demérito, aparentar religiosidad,
pero se cultivan mucho las apariencias: de ser más joven, de ser más divertido,
de ser más feliz de lo que uno realmente es… La debilidad, la enfermedad o la
tristeza, parece que hay que maquillarlas para que no se vean y poder ser así aceptados.
Todos
conocemos a personas muy preocupadas en perfeccionar su apariencia para dar una
mejor imagen, intentando que no se note el engaño. Pero no sólo caen en esta
tentación algunos políticos y personajes públicos: nosotros mismos también
estamos tentados a hacerlo.
Es decir, en
lugar de esforzarnos en mejorar interiormente, para ofrecer a los demás lo
mejor de nosotros mismos, que es lo verdaderamente importante, a veces, quizás,
dedicamos ese esfuerzo en mejorar exteriormente, para así aparentar ser buenas
personas.
Jesús nos dice
que la raíz del hombre, su verdad, está en el corazón. Según cómo esté este, así
serán los frutos que produzca; si está rebosando de mal, los frutos serán
malos, si está rebosando de bien, los frutos serán buenos. Jesús no quiere
discípulos que aparenten ser buenos y religiosos, sino creyentes auténticos
que, reconociendo sus limitaciones y pecados, se esfuerzan por levantarse y
seguir convirtiéndose al Evangelio.
La primera lectura, de un libro
de la sabiduría del Antiguo Testamento, vino a decirnos lo mismo: “el fruto
revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona”.
¿Cuál es mi verdad? Ante Dios no podemos ponernos disfraces de carnaval ni
darnos baños de perfume de religiosidad, porque nuestros corazones no tienen
secretos para Dios.
Precisamente
este es el último domingo antes de iniciar el tiempo cuaresmal. Un tiempo
señalado para la conversión de los cristianos, para el cambio de verdad del
corazón y de la vida. Lo comenzaremos con un signo muy expresivo: la ceniza
sobre las cabezas. No hay que perfumarse ni ponerse un bonito sombrero o visera… Mejor poner la ceniza para reconocer quienes somos de verdad y cuanta necesidad tenemos de
conversión. El ayuno, la oración y la limosna, las tres prácticas propias de la
cuaresma, vividas de verdad y descubriendo su sentido más hondo, nos ayudarán
en este itinerario de renovación hasta que lleguemos a la Pascua.
¿Con
qué nos podemos quedar de la Palabra de Dios de este domingo? Tres pinceladas:
- No se trata de ser árboles de apariencia, llenos de hojas verdes deslumbrantes, sino de producir frutos de verdad.
- No se trata de descubrir los errores y pecados de los demás, sino, en primer lugar, cada uno debe mirarse a sí mismo.
- Para poder dar frutos buenos, los que Dios espera, el árbol tiene que estar sano. La cuaresma que inauguraremos es un tiempo propicio para trabajar en la conversión de las actitudes con la ayuda de Dios.
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