¿Quién es un profeta? El profeta no
es un adivino de acontecimientos futuros, un vidente, o un iluminado, que se
planta por las calles gritando a voces para atraer la atención o atemorizar. El
profeta, en la historia de la salvación, es un creyente que ha percibido en su
vida la llamada de Dios a ser portador de un mensaje que debe ser comunicado a
sus hermanos.
El profeta no elige serlo, es más,
muchas veces intenta a escapar de esa misión, como Jonás que se embarcó oculto,
intentando escapar de Dios. Porque la misión para la que son escogidos los
profetas les sobrepasa y, tantas veces, implica llevar un mensaje incomodo de
oír, que va a traerles rechazo, persecución, incluso por parte de los suyos. La
llamada a ser profeta le cambia a uno la vida, le desinstala, le desconcierta…
Dios no le da al profeta nunca la
seguridad de que va a ser escuchado y aceptado, solo le da una certeza: va a
estar con él siempre, no le va a dejar nunca.
Así le dice Dios al profeta Jeremías: “Prepárate para decirles todo lo
que yo te mande. No les tengas miedo… Lucharán contra ti, pero no te podrán,
porque yo estoy contigo para librarte”.
Si el profeta cambia el mensaje que
Dios le inspira para evitar rechazos, para caer bien, para vivir cómodamente, o
si lo silencia porque es incómodo… se convierte entonces en un falso profeta,
en un adulador, en un vendedor de humo.
Hoy está de moda el coaching y la
terapia. Hay coachers y asesores que ganan auténticas fortunas impartiendo
breves charlas de motivación. Pero son lo contrario de un profeta; como tienen
que vivir de sus clientes, lo hacen diciendo aquello que la gente quiere oír,
lo que más agrada a los oídos: tú vales, tú lo puedes todo, sé tú mismo…
A un profeta, en cambio, le toca
decir cosas incomodas: convertíos, cambiad, así vamos muy mal, volved a Dios,
practicad la justicia…. Un profeta verdadero solo responde ante Dios, que le ha
llamado y enviado.
Jesús es el Profeta con mayúsculas,
el que nos dice la Verdad de Dios para nosotros. A veces sus palabras son
consoladoras, da gusto oírlas, dan paz. Otras veces son palabras que nos
resultan incomodas porque nos piden dar pasos, hacer renuncias, cambiar, dejarnos
transformar, convertirnos. Jesús tuvo muchos discípulos, especialmente entre los
más pobres y olvidados. También tuvo detractores y enemigos mortales, pero el
Señor nunca halagó sus oídos para ganarse su favor.
En el pasaje evangélico de hoy, esto
lo vemos con toda claridad: sus paisanos de Nazaret pasan de la admiración al
odio cuando les predica el sábado en la sinagoga del pueblo. Aceptaban que
anunciara el año de gracia del Señor, porque, al fin y al cabo, era algo que
estaba en las Escrituras, pero no podían aceptar que les dijera que la
salvación de Dios era también para los extranjeros, para los no judíos, para
los que no pertenecían a los suyos.
Muy intencionadamente Jesús les cita
a Elías y Eliseo, dos profetas que habían realizado milagros en favor de
extranjeros. Eso sí que no, su nacionalismo aldeano no podía aceptar un mensaje
tan universalista, tan integrador. Y menos de aquel que habían visto crecer y
trabajar en su pueblo: “¿No es este el hijo de José?” ¿Quién se cree para
cambiar nuestra visión de Dios?.
La escena termina en violencia:
quieren acallar el mensaje de Jesús el profeta, antes de que pueda extenderse,
eliminándolo, tirándolo por un barranco del pueblo. Pero Jesús se abre paso
entre ellos y se va. Donde hay cortedad de miras, espíritus cerrados, visiones
excluyentes de la fe en la que solo caben unos pocos… Jesús sigue su camino y
se va por su lado.
¿Qué mensaje nos queda de la Palabra
de Dios de este domingo? La misión del profeta es llevar el mensaje de Dios, su
Palabra a los demás. Llevarla sin adulterarla, tal y como es, con toda su
verdad, aunque, a veces, resulte dura de oír.
Hoy estamos en una sociedad en la que
nada se acepta como verdad, todo es discutible, todo es opinable y debe ser
sometido a consenso. Pero Jesús dijo de sí mismo “Yo soy la Verdad”, y eso para
un creyente no es negociable; no es negociable que Jesús nos enseña la verdad
de Dios y la verdad sobre nosotros mismos, que el Evangelio es verdadero.
Todos somos profetas por el bautismo y la confirmación, porque hemos sido ungidos por el Espíritu Santo y estamos llamados a anunciar el Evangelio, allí donde estemos cada uno. Pero siempre como nos dice san Pablo, con amor, que es el carisma más valioso de todos. El evangelio hay que anunciarlo con amor y por amor, sin rebajarlo porque no es nuestro, pero con amor. Empezando por aquellos que tenemos más cerca, que es a los que somos enviados, en nuestra casa, en nuestro trabajo o escuela, en nuestro pueblo….
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