sábado, 8 de enero de 2022

BAUTISMO DEL SEÑOR (ciclo C)

 


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    Con la fiesta del Bautismo del Señor, que estamos celebrando, llegamos al final del ciclo litúrgico de la Navidad. Hemos vivido días muy especiales, como siempre lo es la Navidad, que, aunque marcados permanentemente por la sombra y la amenaza de la pandemia, nos han permitido reencontrarnos, compartir con los seres queridos, de un modo u otro, y revivir también los mejores sentimientos que parece que, durante la Navidad, nos conectan con la infancia, con lo mejor que hemos sido.

    En estos días, preparados primero por las cuatro semanas del Adviento, hemos escuchado una y otra vez en las iglesias este mismo mensaje: Dios se hace hombre, la Palabra se hace carne, el Creador se hace criatura, niño. Ya no podemos pensar en Dios como una fuerza cósmica e impersonal al que no le preocupamos, porque Dios se nos ha mostrado naciendo en Belén como el Emmanuel: el Dios que está con nosotros.

    Comparte nuestra vida, sabe de nuestras alegrías y de nuestras decepciones, de nuestras tristezas y pesares; ninguna experiencia de las que vivimos, excepto el pecado, le es ajena: experimenta también el frio, el calor, el hambre, la hartura, la amistad, el amor, la traición y el odio….

    Podría ser un buen resumen de lo que hemos celebrado en la Navidad: somos tan importantes y tan queridos para Dios, que su Hijo Unigénito ha venido a hacerse de nuestra familia para que nosotros entremos en la suya como Hijos amados.

    Este niño que, cuidado por sus padres, fue adorado y reconocido como Mesías por los pastores y por los magos, creció en la aldea de Nazaret como uno más: primero fue un niño que corría por sus calles, después un adolescente que buscaba su lugar en el mundo y luego un joven que se ganaba el pan con el sudor de su frente y los callos de sus manos recias.

    A la edad de 30 años sintió la llamada de su Padre a cumplir la misión para la que fue enviado al mundo: redimir y reconciliar a todo el género humano, predicar el Reino de Dios con palabras y con obras y, finalmente, entregar su vida por amor en el madero de la cruz junto a los últimos y como los últimos.

Hoy celebramos, recordando y reviviendo, ese momento crucial de la vida del Señor: termina su vida oculta en Nazaret y comienza su misión del Reino. Y lo hace en el río Jordán, recibiendo el bautismo de Juan, el profeta del desierto que se había consagrado a anunciarle y a preparar sus caminos.

    El signo que marca este despertar en la vida de Jesús es de lo más humilde: se pone a la cola con los pecadores para ser bautizado, Él que ha venido a quitar el pecado del mundo. El evangelio de Lucas es muy claro diciéndolo: “cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado”.

Así comienza la vida pública de Jesús, haciendo lo que siempre hará, estar con la gente, con los más sencillos, identificándose con ellos. En el bautismo ocurre algo más: Dios Trinidad se manifiesta. En el rio está el Hijo encarnado y, sobre él, baja el Espíritu Santo en forma de paloma y el Padre le proclama: tú eres mi Hijo amado, el amado. En ti me complazco.

    La profecía de Isaías que hemos escuchado como primera lectura se cumple plenamente en Jesús: sobre él está el Espíritu para manifestar la justicia a las naciones, pero con un estilo muy especial: sin gritar, sin violencia, convenciendo desde el amor, sin quebrar la caña cascada ni apagar la llama pequeña que vacila.

    En esta fiesta revivimos nuestro propio bautismo para darle muchas gracias a Dios y a su Iglesia por este regalo maravilloso que, sin merecerlo, se nos ha dado. Lo más grande que podemos llegar a ser ya lo somos desde el día del Bautismo: hijos de Dios, unidos a Cristo, casas y templos del Espíritu, miembros de la Iglesia, ciudadanos del cielo al que peregrinamos.

    Igual que Jesucristo comenzó el día de su Bautismo la misión del Reino con su vida pública, también nosotros, desde el día de nuestro bautismo comenzamos a vivir como Hijos de Dios. Ese ha de ser nuestro mejor propósito, ya que estamos estrenando un nuevo año: vivir el 2022 como bautizados e hijos de Dios.

Y ser testigos y misioneros de nuestra fe con aquellos que no la conocen o solamente la conocen de oídas. Empezando por aquellos que están más cerca de nosotros, quizás en nuestra propia casa.

 

 

 

 

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