COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Con la fiesta del Bautismo del Señor, que estamos celebrando, llegamos al final del ciclo litúrgico de la Navidad.
Hemos vivido días muy especiales, como siempre lo es la Navidad, que, aunque
marcados permanentemente por la sombra y la amenaza de la pandemia, nos han
permitido reencontrarnos, compartir con los seres queridos, de un modo u otro, y
revivir también los mejores sentimientos que parece que, durante la Navidad,
nos conectan con la infancia, con lo mejor que hemos sido.
En estos días, preparados primero por
las cuatro semanas del Adviento, hemos escuchado una y otra vez en las iglesias
este mismo mensaje: Dios se hace hombre, la Palabra se hace carne, el Creador se hace
criatura, niño. Ya no podemos pensar en Dios como una fuerza cósmica e
impersonal al que no le preocupamos, porque Dios se nos ha mostrado naciendo en
Belén como el Emmanuel: el Dios que está con nosotros.
Comparte nuestra vida, sabe de
nuestras alegrías y de nuestras decepciones, de nuestras tristezas y pesares;
ninguna experiencia de las que vivimos, excepto el pecado, le es ajena:
experimenta también el frio, el calor, el hambre, la hartura, la amistad, el
amor, la traición y el odio….
Podría ser un buen resumen de lo que
hemos celebrado en la Navidad: somos tan importantes y tan queridos para Dios,
que su Hijo Unigénito ha venido a hacerse de nuestra familia para que nosotros
entremos en la suya como Hijos amados.
Este niño que, cuidado por sus
padres, fue adorado y reconocido como Mesías por los pastores y por los magos,
creció en la aldea de Nazaret como uno más: primero fue un niño que corría por
sus calles, después un adolescente que buscaba su lugar en el mundo y luego un
joven que se ganaba el pan con el sudor de su frente y los callos de sus manos
recias.
A la edad de 30 años sintió la
llamada de su Padre a cumplir la misión para la que fue enviado al mundo:
redimir y reconciliar a todo el género humano, predicar el Reino de Dios con
palabras y con obras y, finalmente, entregar su vida por amor en el madero de
la cruz junto a los últimos y como los últimos.
Hoy celebramos, recordando y
reviviendo, ese momento crucial de la vida del Señor: termina su vida oculta en
Nazaret y comienza su misión del Reino. Y lo hace en el río Jordán, recibiendo
el bautismo de Juan, el profeta del desierto que se había consagrado a
anunciarle y a preparar sus caminos.
El signo que marca este despertar en
la vida de Jesús es de lo más humilde: se pone a la cola con los pecadores para ser bautizado, Él
que ha venido a quitar el pecado del mundo. El evangelio de Lucas es muy claro
diciéndolo: “cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado”.
Así comienza la vida pública de
Jesús, haciendo lo que siempre hará, estar con la gente, con los más sencillos,
identificándose con ellos. En el bautismo ocurre algo más: Dios Trinidad se
manifiesta. En el rio está el Hijo encarnado y, sobre él, baja el Espíritu
Santo en forma de paloma y el Padre le proclama: tú eres mi Hijo amado, el
amado. En ti me complazco.
La profecía de Isaías que hemos
escuchado como primera lectura se cumple plenamente en Jesús: sobre él está el
Espíritu para manifestar la justicia a las naciones, pero con un estilo muy
especial: sin gritar, sin violencia, convenciendo desde el amor, sin quebrar la
caña cascada ni apagar la llama pequeña que vacila.
En esta fiesta revivimos nuestro
propio bautismo para darle muchas gracias a Dios y a su Iglesia por este regalo
maravilloso que, sin merecerlo, se nos ha dado. Lo más grande que podemos
llegar a ser ya lo somos desde el día del Bautismo: hijos de Dios, unidos a
Cristo, casas y templos del Espíritu, miembros de la Iglesia, ciudadanos del
cielo al que peregrinamos.
Igual que Jesucristo comenzó el día
de su Bautismo la misión del Reino con su vida pública, también nosotros, desde el día
de nuestro bautismo comenzamos a vivir como Hijos de Dios. Ese ha de ser
nuestro mejor propósito, ya que estamos estrenando un nuevo año: vivir el 2022 como
bautizados e hijos de Dios.
Y ser testigos y misioneros de
nuestra fe con aquellos que no la conocen o solamente la conocen de oídas.
Empezando por aquellos que están más cerca de nosotros, quizás en nuestra
propia casa.
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