COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Estamos ya en el segundo domingo del
Adviento. El signo de la corona, como se dijo en la oración para bendecirla en el primer domingo, nos habla de la esperanza –las ramas verdes-, nos
habla de eternidad porque Dios es eterno, principio y fin de todo –su forma
circular-, y nos habla de que esperamos a Jesucristo, verdadera Luz del mundo
–con sus cuatro velas que van encendiéndose progresivamente-.
Pero hay otro signo propio de este
tiempo litúrgico, que es el color morado. Lo empleamos también durante la
Cuaresma y es un color que, en las celebraciones cristianas, expresa
conversión. Sí, este tiempo del Adviento, además de tiempo de Esperanza, lo es
también de Conversión.
La conversión cristiana nunca se termina, ni podemos decir yo ya estoy suficientemente convertido; si estamos esperando al Salvador, ¿Cómo no vamos a estar invitados, e incluso urgidos, a una conversión sincera y profunda, al cambio del corazón?
Si cuando esperamos a
algún invitado especial o si vamos a reunir a la familia después de tiempo sin
poder hacerlo, acondicionamos bien la casa, la limpiamos y la ordenamos, ¿Cómo no vamos a prepararnos para recibir al mismo Señor?
Como les dice Pablo a los cristianos de
Tesalónica a los que dirige su carta: “que vuestro amor siga creciendo más y
más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis
al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por
medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios”.
En ocasiones se asocia la conversión
cristiana a algo pesado o quizás triste, porque nos habla de nuestro pecado, de
la necesidad de cambiar… pero esta es una visión deformada y en absoluto cristiana.
En realidad, el pecado es la fuente última de la tristeza vital y del desasosiego
interior, de la intranquilidad, de la falta de paz y de entusiasmo.
Vivir en amistad con Dios, sin nada
que nos lastre el corazón, es fuente de alegría y de paz, hace vivir esponjados,
serenos, y transmitiendo paz a los que nos encontramos en nuestras relaciones cotidianas, en lugar de
preocupación y amargura. La Conversión cristiana, la lucha cotidiana contra el
pecado y para vivir como Dios quiere, cuesta, pero produce alegría y serenidad.
Así que la invitación a la conversión que hoy nos llega por la Palabra de Dios, especialmente a través de estas dos figuras proféticas del Adviento, Baruc y Juan Bautista, no debe caer en saco roto para nosotros. Lo dijo primero Baruc, algunos siglos antes de Cristo, y lo repitió después el Bautista, justo antes de que naciera el Señor: “Preparad los caminos al Señor”. ¿Qué caminos? Los de nuestro interior, los de nuestra vida, los que le permiten o le impiden llegar a nosotros trayendo salvación.
Como si
de una obra de ingeniería se tratase, se nos está invitando a:
Rellenar los valles: salir de nuestros vacíos y
sinsentidos, abandonar esos barrancos en que nos meten los miedos, las
tristezas y depresiones.
Allanar los montes y
colinas: quitar de
nosotros autosuficiencias y orgullos tontos que nos reclaman ser más que los
demás, tener siempre la razón, no ceder….
Enderezar lo torcido y
allanar lo escabroso:
tratar de enderezar aquello que sabemos está mal, nivelar con algún acto de
justicia y de generosidad tanta injusticia y desigualdad en el mundo.
No está en mi mano cambiar el mundo como tal, pero sí está, con la ayuda de Dios, cambiar algo de lo que no va bien en mí. Acercarme más y mejor a Dios y a los hermanos, que eso es la conversión.
Por eso también el tiempo del adviento, y no solo el de la cuaresma, es un
momento muy adecuado para recibir el perdón en el sacramento de la penitencia.
Porque en ese encuentro recibiré el perdón infinito de Dios y, con él, la
fuerza para preparar su venida, en la Navidad, al final del tiempo, y cada día
de mi vida.
Recordemos que cada domingo el
Adviento de la Iglesia nos trae un mensaje: el primero fue “Velad, despertad”. Este es el de Juan Bautista “Preparad el camino al Señor que viene”.
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