Continuando con las
Catequesis sobre la misa, podemos preguntarnos: ¿Qué es esencialmente la misa?
La misa es el memorial del Misterio pascual de Cristo. Nos convierte en
partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte y da significado pleno a
nuestra vida.
Por esto, para
comprender el valor de la misa debemos ante todo entender entonces el
significado bíblico del «memorial». «En la celebración litúrgica, estos
acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera
Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la Pascua,
los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes
a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos». Catecismo de la Iglesia Católica (1363). Jesucristo,
con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo llevó a término la
Pascua. Y la misa es el memorial de su Pascua, de su «éxodo», que cumplió por
nosotros, para hacernos salir de la esclavitud e introducirnos en la tierra prometida
de la vida eterna. No es solamente un recuerdo, no, es más: es hacer presente
aquello que ha sucedido hace veinte siglos.
La eucaristía nos
lleva siempre al vértice de las acciones de salvación de Dios: el Señor Jesús,
haciéndose pan partido para nosotros, vierte sobre vosotros toda la
misericordia y su amor, como hizo en la cruz, para renovar nuestro corazón,
nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos.
Dice el Concilio Vaticano II: «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas
veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual
«Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado» (Cost. Dogm. Lumen gentium, 3).
Cada celebración de la
eucaristía es un rayo de ese sol sin ocaso que es Jesús resucitado. Participar
en la misa, en particular el domingo, significa entrar en la victoria del
Resucitado, ser iluminados por su luz, calentados por su calor. A través de la
celebración eucarística el Espíritu Santo nos hace partícipes de la vida divina
que es capaz de transfigurar todo nuestro ser mortal. Y en su paso de la muerte
a la vida, del tiempo a la eternidad, el Señor Jesús nos arrastra también a
nosotros con Él para hacer la Pascua. En la misa se hace Pascua. Nosotros, en
la misa, estamos con Jesús, muerto y resucitado y Él nos lleva adelante, a la
vida eterna. En la misa nos unimos a Él. Es más, Cristo vive en nosotros y
nosotros vivimos en Él: «Yo estoy crucificado con Cristo —dice san Pablo— y ya
no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne,
la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gálatas
2, 19-20). Así pensaba Pablo.
Su sangre, de hecho,
nos libera de la muerte y del miedo a la muerte. Nos libera no solo del dominio
de la muerte física, sino de la muerte espiritual que es el mal, el pecado, que
nos toma cada vez que caemos víctimas del pecado nuestro o de los demás. Y
entonces nuestra vida se contamina, pierde belleza, pierde significado, se
marchita.
Cristo, en cambio, nos
devuelve la vida; Cristo es la plenitud de la vida, y cuando afrontó la muerte
la derrota para siempre: «Resucitando destruyó la muerte y nos dio vida nueva».
(Oración eucarística iv). La Pascua de Cristo es la victoria definitiva sobre
la muerte, porque Él trasformó su muerte en un supremo acto de amor. ¡Murió por
amor! Y en la eucaristía, Él quiere comunicarnos su amor pascual, victorioso.
Si lo recibimos con fe, también nosotros podemos amar verdaderamente a Dios y
al prójimo, podemos amar como Él nos ha amado, dando la vida.
Si el amor de Cristo
está en mí, puedo darme plenamente al otro, en la certeza interior de que si
incluso el otro me hiriera, yo no moriría; de otro modo, debería defenderme.
Los mártires dieron la vida precisamente por esta certeza de la victoria de
Cristo sobre la muerte. Solo si experimentamos este poder de Cristo, el poder
de su amor, somos verdaderamente libres de darnos sin miedo. Esto es la misa:
entrar en esta pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús; cuando vamos
a misa es si como fuéramos al calvario, lo mismo. Pero pensad vosotros: si
nosotros en el momento de la misa vamos al calvario —pensemos con imaginación—
y sabemos que aquel hombre allí es Jesús. Pero, ¿nos permitiremos charlar,
hacer fotografías, hacer espectáculo? ¡No! ¡Porque es Jesús! Nosotros seguramente
estaremos en silencio, en el llanto y también en la alegría de ser salvados.
Cuando entramos en la iglesia para celebrar la misa pensemos esto: entro en el
calvario, donde Jesús da su vida por mí. Y así desaparece el espectáculo,
desaparecen las charlas, los comentarios y estas cosas que nos alejan de esto
tan hermoso que es la misa, el triunfo de Jesús.
Creo que hoy está más
claro cómo la Pascua se hace presente y operante cada vez que celebramos la
misa, es decir, el sentido del memorial. La participación en la eucaristía nos
hace entrar en el misterio pascual de Cristo, regalándonos pasar con Él de la
muerte a la vida, es decir, allí en el calvario. La misa es rehacer el
calvario, no es un espectáculo.
AUDIENCIA GENERAL Miércoles 22 de noviembre de 2017
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