¡ABRE LOS OJOS PARA VER A TU HERMANO LÁZARO!
Cada
cierto tiempo los medios de comunicación nos presentan una nueva crisis. Fue la
crisis energética, fue la crisis de los bancos, la crisis de la vivienda es la
que ahora se presenta a diario… y vendrán más, nuevas crisis. Nos dicen que
serán muchas las familias que no puedan conseguir lo necesario para alimentarse,
que no puedan llegar a fin de mes o que no puedan encender la calefacción este
invierno.
Parece que
el pesimismo y el desánimo nos va calando un poco, o un mucho, a todos. ¿Cuál
ha de ser nuestra reacción como cristianos ante estas dificultades?
Una
reacción muy humana puede ser la de ponerse en guardia y a la defensiva,
ahorrar y evitar el gasto superfluo por lo que pueda pasar… puede ser bueno,
pero, ¿basta con esto?
Escuchemos
bien el mensaje de la Palabra de Dios en este domingo, que nos pide abrir los
ojos y, sobre todo, abrir el corazón como el Señor Jesús nos pide, a los que
tienen menos y están sufriendo más estrecheces que nosotros.
Jesús
dirige su parábola a los fariseos, de los que se dice que eran amigos del
dinero, que se reían y despreciaban sus enseñanzas sobre las riquezas, como las
que escuchábamos el domingo pasado: “ganaos amigos con las riquezas injustas
para que os reciban en las moradas eternas”.
El rico de
la parábola, Epulón, cuyo nombre significa “el banqueteador”, no acaba en el
lugar del tormento y de la perdición por haber robado o matado. No se dice que
hiciera ninguna de estas dos cosas y puede que hasta su riqueza la haya ganado
rectamente… pero el motivo de su castigo, de su infelicidad eterna, es su
insensibilidad y su ceguera.
Vivía tan
bien, tan instalado en su zona de confort, rodeado de bienestar y capricho, que
no fue capaz de ver que quien sufría a su puerta, llagado, enfermo, hambriento,
era un hermano que tenía un nombre, Lázaro, y una dignidad como hijo de Dios.
Dejó pasar
la oportunidad de compartir lo que tenía con él, de hacer el bien con sus
riquezas, de renunciar con amor a algo de lo suyo para mejorar la vida del que sufría
allí mismo, a su puerta.
Cuando el
tiempo de su vida se terminó, y se termina igual para ricos que para pobres,
sus oportunidades de hacer el bien también se terminaron. Ya nada podía hacer
para cambiar su vida, echada a perder por no haber vivido para los demás, sino
para sí mismo.
Seguramente
habría escuchado tantas veces las palabras de advertencia del profeta Amós “Ay
de aquellos que se sientan seguros en lechos de marfil, banqueteando, pero no
se conmueven. Irán los primeros al destierro”. Pero pensaría que aquello no iba
dirigido a él, sino a otros, que eso no le iba a pasar nunca.
Puede que
nos pase a nosotros lo mismo. Escuchamos la Palabra, con su llamada insistente
a compartir, a pensar en los que más sufren, a poner de nuestra parte lo que
podamos, pero sentimos que no va dirigida a nosotros, que no somos lo suficientemente
ricos para tener que compartir, que la pobreza es inevitable y lo que hagamos
no va a cambiar nada. No es que no veamos, es que preferimos volver la vista
hacia otro lado, porque ver el sufrimiento ajeno nunca es algo cómodo.
Ante las
situaciones de crisis no basta para un cristiano con la reacción temerosa de
guardar. Debe movernos, en cambio, a la generosidad, a compartir,
preferentemente a través de la caridad bien organizada de la Iglesia, como
Caritas, Manos Unidas o las obras de los misioneros.
El sentido
de la colecta en la misa es este: compartir los bienes materiales con los
pobres y con la comunidad parroquial como el Señor comparte con nosotros su Palabra
y el Pan de vida eterna.
“Guarda el
mandamiento sin mancha ni reproche” nos dice el apóstol Pablo. Y el mandamiento
de Jesús es el que conocemos tan bien: “Amaos unos a otros como yo os he
amado”.
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