viernes, 26 de septiembre de 2025

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO (ciclo C)

 ¡ABRE LOS OJOS PARA VER A TU HERMANO LÁZARO!


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    Cada cierto tiempo los medios de comunicación nos presentan una nueva crisis. Fue la crisis energética, fue la crisis de los bancos, la crisis de la vivienda es la que ahora se presenta a diario… y vendrán más, nuevas crisis. Nos dicen que serán muchas las familias que no puedan conseguir lo necesario para alimentarse, que no puedan llegar a fin de mes o que no puedan encender la calefacción este invierno.

    Parece que el pesimismo y el desánimo nos va calando un poco, o un mucho, a todos. ¿Cuál ha de ser nuestra reacción como cristianos ante estas dificultades?

    Una reacción muy humana puede ser la de ponerse en guardia y a la defensiva, ahorrar y evitar el gasto superfluo por lo que pueda pasar… puede ser bueno, pero, ¿basta con esto?

    Escuchemos bien el mensaje de la Palabra de Dios en este domingo, que nos pide abrir los ojos y, sobre todo, abrir el corazón como el Señor Jesús nos pide, a los que tienen menos y están sufriendo más estrecheces que nosotros.

    Jesús dirige su parábola a los fariseos, de los que se dice que eran amigos del dinero, que se reían y despreciaban sus enseñanzas sobre las riquezas, como las que escuchábamos el domingo pasado: “ganaos amigos con las riquezas injustas para que os reciban en las moradas eternas”.

    El rico de la parábola, Epulón, cuyo nombre significa “el banqueteador”, no acaba en el lugar del tormento y de la perdición por haber robado o matado. No se dice que hiciera ninguna de estas dos cosas y puede que hasta su riqueza la haya ganado rectamente… pero el motivo de su castigo, de su infelicidad eterna, es su insensibilidad y su ceguera.

    Vivía tan bien, tan instalado en su zona de confort, rodeado de bienestar y capricho, que no fue capaz de ver que quien sufría a su puerta, llagado, enfermo, hambriento, era un hermano que tenía un nombre, Lázaro, y una dignidad como hijo de Dios.

    Dejó pasar la oportunidad de compartir lo que tenía con él, de hacer el bien con sus riquezas, de renunciar con amor a algo de lo suyo para mejorar la vida del que sufría allí mismo, a su puerta. 

    Cuando el tiempo de su vida se terminó, y se termina igual para ricos que para pobres, sus oportunidades de hacer el bien también se terminaron. Ya nada podía hacer para cambiar su vida, echada a perder por no haber vivido para los demás, sino para sí mismo.

    Seguramente habría escuchado tantas veces las palabras de advertencia del profeta Amós “Ay de aquellos que se sientan seguros en lechos de marfil, banqueteando, pero no se conmueven. Irán los primeros al destierro”. Pero pensaría que aquello no iba dirigido a él, sino a otros, que eso no le iba a pasar nunca.

    Puede que nos pase a nosotros lo mismo. Escuchamos la Palabra, con su llamada insistente a compartir, a pensar en los que más sufren, a poner de nuestra parte lo que podamos, pero sentimos que no va dirigida a nosotros, que no somos lo suficientemente ricos para tener que compartir, que la pobreza es inevitable y lo que hagamos no va a cambiar nada. No es que no veamos, es que preferimos volver la vista hacia otro lado, porque ver el sufrimiento ajeno nunca es algo cómodo.

    Ante las situaciones de crisis no basta para un cristiano con la reacción temerosa de guardar. Debe movernos, en cambio, a la generosidad, a compartir, preferentemente a través de la caridad bien organizada de la Iglesia, como Caritas, Manos Unidas o las obras de los misioneros.

    El sentido de la colecta en la misa es este: compartir los bienes materiales con los pobres y con la comunidad parroquial como el Señor comparte con nosotros su Palabra y el Pan de vida eterna.

    “Guarda el mandamiento sin mancha ni reproche” nos dice el apóstol Pablo. Y el mandamiento de Jesús es el que conocemos tan bien: “Amaos unos a otros como yo os he amado”.

 


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