YO SOY EL VERDADERO PAN DEL CIELO
¿Qué
buscamos en Jesús? A esta pregunta las respuestas pueden ser tantas como
personas: busco una salvación después de la muerte, busco unos valores que me
inspiran para la vida, busco la paz que me da la fe, busco mantener la fe que
me inculcaron desde pequeño…
También en
su tiempo la gente que buscaba a Jesús lo hacía por diversas motivaciones:
algunos porque le creían el Mesías esperado y anunciado, otros porque hacía signos
que les aliviaban de sus dolencias o porque les infundía esperanza con sus
palabras. Y otros, simplemente, porque tenían hambre y le habían visto
multiplicar el pan.
El
Señor lo sabe y, por eso, les dice claramente: “en verdad os digo: me buscáis
no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta
saciaros”.
En el tiempo de Jesús, como sucede hoy en tantas
partes del mundo, la pobreza y el hambre eran las preocupaciones más graves y
acuciantes para muchas personas. Por eso, encontrar a alguien que les da pan
sin pedir nada a cambio, que piensa en ellos, alguien para el que cuentan, ya
es muchísimo.
Partiendo de ese hambre y de ese pan material, Jesús
comienza a conversar con ellos para despertarles otro hambre y proponerles otro
pan.
El pan material es muy necesario y Él mismo nos ha
enseñado a pedir a Dios Padre: «danos hoy el pan de cada día» para todos. Pero el
ser humano necesita algo más que el pan que llena el estómago, y Jesús quiere
invitarles a dar ese paso adelante. Jesús quiere ofrecerles un alimento que
puede saciar para siempre su hambre de vida, de felicidad, de alegría, de paz:
el alimento que perdura para la vida eterna.
Nos damos cuenta de esto porque la mayoría de nosotros
tenemos comida de sobra y bienes materiales. Pero no por eso el hambre del
corazón se sacia, y tantas personas dicen: “tengo de todo, pero me falta
felicidad”.
La gente que le escucha comprende la necesidad que
tienen de ese alimento de eternidad, pero no saben qué hacer, ni por dónde
empezar: «¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios
quiere?». Hay en ellos un deseo sincero de acertar. Quieren trabajar en lo que
Dios quiere, pero, acostumbrados a pensarlo todo desde una religión de la Ley,
preguntan a Jesús qué obras, prácticas y leyes nuevas tienen que tener en
cuenta.
La respuesta de Jesús les cambia la perspectiva:
«la obra que Dios quiere es ésta: que creáis en el que él ha enviado». Dios espera
de nosotros que creamos en Jesucristo, pues es el gran regalo que él ha enviado
al mundo. Ésta es la nueva y más importante exigencia.
A veces nos creemos que el cristianismo es cosa
de realizar obras, como si ser cristiano se resumiese en ser buena persona y
buen ciudadano, solidario, empático, etc. Pero las obras vienen como
consecuencia de la fe; lo primero que Dios espera de nosotros, y bien claro nos
lo dice el evangelio de hoy, es que creamos en su Hijo Jesucristo. No con una
fe teórica y rutinaria, sino viva, que implique todo: creer en Jesucristo es
reconocerle como el Señor y el Salvador, como lo más importante de mi vida, el
punto central sobre el que gira todo.
Dicho a modo de pregunta: ¿Puedo entender mi
vida sin la fe y el seguimiento a Jesucristo?, ¿podría vivir sin esta fe?
Aquellas cosas que considero las más importantes son de las que digo: “No podría
vivir sin esto o aquello”. ¿Puedo decir esto mismo de mi fe cristiana, que no
puedo vivir sin ella?
Jesús se llama a sí mismo Pan; nada hay más pacífico
ni más beneficioso que el pan, que existe para ser comido, para alimentar a los
demás sin pedir nada a cambio. Así es Jesús y por eso se llama a sí mismo Pan:
vivió para consolar, sanar, acompañar, perdonar, amar… hasta dar la vida, hasta
dejarse comer por todos. Y en el altar, en cada Eucaristía, sigue haciéndose
alimento de vida sin pedirnos nada a cambio, solo pide ser acogido con un
corazón limpio y una fe viva.
En la primera lectura de hoy, que narra la travesía
por el desierto de los israelitas salidos de la esclavitud de los egipcios, se
nos habla del maná que los alimentaba. Fue un regalo de Dios para sostenerlos
en el desierto. Pero, aunque ellos lo interpretaron como una maravilla
providente del cielo, ese pan saciaba el cuerpo, pero no el alma.
El pan de vida bajado del cielo, que es Jesús, sacia
el alma; recibiéndolo con fe nos sabemos amados plenamente, sin reservas, sin
condenas ni condiciones.
Es una verdadera lástima que los católicos no
valoremos siempre como se merece la Santa Misa y la Sagrada Comunión, la
oportunidad que tenemos de participar frecuentemente en ella y recibir al mismo
Dios en nosotros. No puede haber nada más grande ni más valioso, pero tantas
veces no lo valoramos, llevados por la rutina, por una fe personal poco formada
o por criterios bobos de lo que se lleva o no se lleva en cada momento.
La Palabra de Dios de esta celebración dominical
nos reclama darle el valor que tiene como fuente y cumbre de toda la vida
cristiana que es. Tenemos la suerte inmensa de que Dios no es para
nosotros una fuerza lejana y misteriosa. Se hace de nuestra medida, nos habla
con palabras que podemos entender y, como sabe de nuestras pocas fuerzas, de
nuestra debilidad y pobreza, se nos da como alimento en el Pan de la vida
eucarístico por la comunión.
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