DADLES VOSOTROS DE COMER
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA Siempre encontramos en la liturgia de la Palabra de Dios un
hilo conductor entre las distintas lecturas, especialmente uniendo la primera
lectura con el salmo y el evangelio. Luego, la segunda lectura viene a ahondar
en algún aspecto de la vida cristiana.
El vínculo entre las lecturas en este domingo es el pan; el
pan multiplicado como signo de la bendición de Dios que quiere saciar el hambre
de sus hijos. Hoy comenzamos a leer el llamado discurso del pan de vida del
evangelio según san Juan, que nos acompañará durante cuatro domingos.
Hablar de pan nos lleva necesariamente a hablar de la
eucaristía. Porque si es un gran milagro esa multiplicación de los panes, lo es
mayor aún la eucaristía que anuncia: el Señor se hace pan en cada altar para
darnos vida con su Cuerpo resucitado.
Eliseo, que aparece en la primera lectura, es el profeta que
sucede al gran Elías, ascendido al cielo en un carro de fuego. Desde allí
volverá cuando llegue el tiempo final de la manifestación última y definitiva
del Señor. Antes de partir, Elías le deja a su querido discípulo Eliseo su
espíritu de profeta, para que pueda cumplir la misión que se le encomienda.
Y Dios confirma, con
signos milagrosos, que Eliseo es un verdadero profeta. Eso es lo que oímos en
la primera lectura: con veinte panes de cebada son alimentadas cien personas e
incluso sobra pan.
El signo que realiza Dios por medio del profeta recuerda al
signo del desierto: el maná con el que Dios alimentó a Israel. Es un pan bajado
del cielo que manifiesta la providencia de Dios Yahvé, que no se olvida de
cuidar como un padre a sus hijos y sabe que necesitan comer.
Jesús enseñaba a la gente. Alimentaba su alma con una palabra
viva, nueva, liberadora, con la Buena Noticia, que eso significa la palabra
evangelio. Pero como hizo Dios con Israel en el desierto, junto con hambre de
sus almas quiere atender el hambre de sus cuerpos.
No se puede atender un tipo de hambre y descuidar el otro. En
tiempos pasados se dijo que la Iglesia atendía el hambre de las almas y
descuidaba el hambre de los cuerpos. Pero en nuestra sociedad actual pasa,
muchas veces, al contrario: Hay muchas iniciativas de solidaridad que solo
buscan remediar las hambres de los cuerpos, pero se olvidan de que el hombre es
mucho más que un cuerpo y que el hambre más profunda, la del espíritu, no se
puede saciar con el pan material.
Jesús se compadece de la multitud hambrienta, reunida para
escucharle. Y lo primero que hace es provocar la solidaridad de sus apóstoles para
que no se desentiendan del problema de los demás: “Dadles vosotros de comer”.
Ante los problemas reales, Jesús nos enseña que no basta con
mirar a otro lado ni con escurrir el bulto porque con lo que yo haga nada va a
cambiar. Lo poco que tienen lo deben poner en común: cinco panes de cebada y un
par de peces.
Él toma aquella pobre ofrenda solidaria y la bendice con la
acción de gracias, elevándola hasta Dios. Entonces ocurre lo que humanamente no
podía esperarse que ocurriera: lo poco se hace mucho y con la ofrenda de un chico
pobre se alimenta a una multitud.
En la eucaristía, la ofrenda del pan y del vino en el altar
nos implica a todos. A veces lo vemos solo como un gesto que realiza el
sacerdote en el altar mientras los fieles cantan o se pasa el cestillo de las
limosnas. Pero la ofrenda es de todos: ese pan y vino nos representan a todos, nuestras
vidas y nuestros trabajos de cada día. Por eso el sacerdote, después de
elevarlas, nos dice: “orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea
agradable a Dios Padre todopoderoso”.
Estas ofrendas, que somos nosotros, el Señor las transforma
con sus palabras y el Espíritu Santo en su Cuerpo y su Sangre. Y al recibirlo
nos hacemos un solo cuerpo, de modo que ya no somos muchos, sino uno. Por eso
nos pide el apóstol Pablo: “sed humildes, amables, comprensivos, sobrellevaos
mutuamente por amor y esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo espíritu”.
La eucaristía debe comprometernos con el hambre y las
necesidades de los demás, poniendo para ello lo poco o mucho que tengamos. Si
no es así es porque aún no la estamos celebrando bien…
Siempre encontramos en la liturgia de la Palabra de Dios un
hilo conductor entre las distintas lecturas, especialmente uniendo la primera
lectura con el salmo y el evangelio. Luego, la segunda lectura viene a ahondar
en algún aspecto de la vida cristiana.
El vínculo entre las lecturas en este domingo es el pan; el
pan multiplicado como signo de la bendición de Dios que quiere saciar el hambre
de sus hijos. Hoy comenzamos a leer el llamado discurso del pan de vida del
evangelio según san Juan, que nos acompañará durante cuatro domingos.
Hablar de pan nos lleva necesariamente a hablar de la
eucaristía. Porque si es un gran milagro esa multiplicación de los panes, lo es
mayor aún la eucaristía que anuncia: el Señor se hace pan en cada altar para
darnos vida con su Cuerpo resucitado.
Eliseo, que aparece en la primera lectura, es el profeta que
sucede al gran Elías, ascendido al cielo en un carro de fuego. Desde allí
volverá cuando llegue el tiempo final de la manifestación última y definitiva
del Señor. Antes de partir, Elías le deja a su querido discípulo Eliseo su
espíritu de profeta, para que pueda cumplir la misión que se le encomienda.
Y Dios confirma, con
signos milagrosos, que Eliseo es un verdadero profeta. Eso es lo que oímos en
la primera lectura: con veinte panes de cebada son alimentadas cien personas e
incluso sobra pan.
El signo que realiza Dios por medio del profeta recuerda al
signo del desierto: el maná con el que Dios alimentó a Israel. Es un pan bajado
del cielo que manifiesta la providencia de Dios Yahvé, que no se olvida de
cuidar como un padre a sus hijos y sabe que necesitan comer.
Jesús enseñaba a la gente. Alimentaba su alma con una palabra
viva, nueva, liberadora, con la Buena Noticia, que eso significa la palabra
evangelio. Pero como hizo Dios con Israel en el desierto, junto con hambre de
sus almas quiere atender el hambre de sus cuerpos.
No se puede atender un tipo de hambre y descuidar el otro. En
tiempos pasados se dijo que la Iglesia atendía el hambre de las almas y
descuidaba el hambre de los cuerpos. Pero en nuestra sociedad actual pasa,
muchas veces, al contrario: Hay muchas iniciativas de solidaridad que solo
buscan remediar las hambres de los cuerpos, pero se olvidan de que el hombre es
mucho más que un cuerpo y que el hambre más profunda, la del espíritu, no se
puede saciar con el pan material.
Jesús se compadece de la multitud hambrienta, reunida para
escucharle. Y lo primero que hace es provocar la solidaridad de sus apóstoles para
que no se desentiendan del problema de los demás: “Dadles vosotros de comer”.
Ante los problemas reales, Jesús nos enseña que no basta con
mirar a otro lado ni con escurrir el bulto porque con lo que yo haga nada va a
cambiar. Lo poco que tienen lo deben poner en común: cinco panes de cebada y un
par de peces.
Él toma aquella pobre ofrenda solidaria y la bendice con la
acción de gracias, elevándola hasta Dios. Entonces ocurre lo que humanamente no
podía esperarse que ocurriera: lo poco se hace mucho y con la ofrenda de un chico
pobre se alimenta a una multitud.
En la eucaristía, la ofrenda del pan y del vino en el altar
nos implica a todos. A veces lo vemos solo como un gesto que realiza el
sacerdote en el altar mientras los fieles cantan o se pasa el cestillo de las
limosnas. Pero la ofrenda es de todos: ese pan y vino nos representan a todos, nuestras
vidas y nuestros trabajos de cada día. Por eso el sacerdote, después de
elevarlas, nos dice: “orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea
agradable a Dios Padre todopoderoso”.
Estas ofrendas, que somos nosotros, el Señor las transforma
con sus palabras y el Espíritu Santo en su Cuerpo y su Sangre. Y al recibirlo
nos hacemos un solo cuerpo, de modo que ya no somos muchos, sino uno. Por eso
nos pide el apóstol Pablo: “sed humildes, amables, comprensivos, sobrellevaos
mutuamente por amor y esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo espíritu”.
La eucaristía debe comprometernos con el hambre y las necesidades de los demás, poniendo para ello lo poco o mucho que tengamos. Si no es así es porque aún no la estamos celebrando bien…
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