miércoles, 3 de julio de 2024

DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO (B)

¿SOMOS PROFETAS ENTRE LOS NUESTROS?



COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    La Palabra de Dios en este domingo nos habla de la misión del profeta. A veces se ha confundido al profeta con el adivino; así, un profeta sería el que es capaz de adivinar y predecir qué pasará. Pero en la Biblia se distingue bien entre el profeta y el vidente. El profeta es, ante todo, el que recibe la Palabra de Dios en su corazón recibe el encargo de anunciarla fielmente. Dios habla continuamente a su pueblo elegido y lo hace a través de los profetas; estos reciben en sus mentes y corazones una palabra inspirada que no se pueden callar.

    Y no siempre es una palabra cómoda de anunciar. O, mejor dicho, casi nunca lo es. En ocasiones es un oráculo de consuelo, animándoles a confiar más en Dios Yahvé, a no desesperar, a seguir esperando en las dificultades de su historia. Pero, en otros momentos, es una palabra de denuncia, una llamada fuerte y desgarradora a la conversión, a enderezar el rumbo, a vivir de otro modo. Y anunciar las desgracias que produce apartarse de la alianza con Dios no le hace a uno popular; por eso un profeta auténtico no es popular ni aclamado, como sí lo son los falsos profetas, los gurús y los charlatanes.

    Esto ocurrió en la historia de Israel y sigue pasando en el presente: los profetas no son cómodos, no nos dicen lo que queremos oír para caer bien, sino aquella verdad que viene de Dios y no pueden callarse. Dios le previene al profeta Ezequiel de que, enfrente, va a tener a un pueblo rebelde, de dura cerviz, que no quiere escuchar su voz. Pero, aun así, no debe abandonar su misión; es necesario que el profeta testimonie, anuncie, hagan caso o no, para que sepan que Dios sigue hablando: “Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos”.

    Jesús vuelve a su lugar de origen, Nazaret, y se pone a enseñar en la sinagoga como era su costumbre en el día santo, el sábado.

    Ya era muy conocido por sus milagros y enseñanzas en la Galilea, como profeta itinerante, maestro, anunciador del Reino de Dios. Pero en su propia ciudad es recibido con total frialdad y falso escándalo. No pueden negar que tiene sabiduría, porque le oyen hablar comentando la Palabra de Dios en la sinagoga. Pero se resisten a reconocer su enseñanza y aceptarla. Por eso prefieren juzgar al emisario: «¿De dónde ha sacado esta sabiduría? No ha estudiado; le conocemos bien; es el carpintero, ¡el hijo de María!». «Y se escandalizaban de Él», o sea, encontraban un obstáculo para aceptar sus palabras en el hecho de que le conocían bien.

    Es un conocido mecanismo de defensa que, tantas veces usamos: en lugar de aceptar un mensaje que sabemos que es verdad, para evitar tener que hacerlo, preferimos juzgar y anular al emisario: “¿Quién se cree este para decirme a mi nada? Que se lo aplique a él mismo…. Está bueno este o esta para decir nada”.

    No es fácil la misión de profeta, como vemos, si no lo fue fácil ni para los grandes personajes de Israel, Isaías, Ezequiel… ni siquiera para el mismo Señor Jesús, que fue rechazado entre los suyos y no pudo realizar ningún signo.

    También cada uno de nosotros es profeta desde el bautismo. Después de recibir el agua bautismal ungieron nuestras cabezas con el Santo Crisma, perfumado y consagrado por el Obispo, que significa el don del Espíritu Santo, para ser, unidos a Jesucristo, sacerdotes, profetas y reyes. Cada uno de nosotros ha recibido la misión profética de anunciar la Palabra de Dios, de dar testimonio de la fe en Cristo como el salvador. No podemos renunciar a esta misión, nos escuchen más o menos, como a Ezequiel o al Señor Jesucristo.

    ¿Me siento débil para ello, poco formado, contradictorio, etc.? Me vale lo que dice el apóstol Pablo en la segunda lectura: Te basta mi gracia porque la fuerza de Dios se realiza en mi debilidad y a través de ella.

    No podemos pensar en que solo si somos perfectos, íntegros, con grandes cualidades, podemos ser testigos de la fe para los demás. El apóstol, como el profeta, sin ser perfectos, son anunciadores, porque lo que salva a los demás no somos nosotros, es la Palabra de Dios viva y eficaz.

    Pedimos a Dios hoy que renueve en cada uno de nosotros la misión profética recibida por el bautismo, porque allí donde estamos, en nuestra casa, con los nuestros, en nuestro ambiente y entorno, solamente nosotros podemos dar el testimonio de Jesús. Y que nos asista para cumplirla con la fuerza de su Espíritu Santo.

 

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