VUELVES AL PADRE, PERO NO NOS DEJAS SOLOS
La Ascensión del Señor
a los cielos es una de las grandes fiestas cristianas y la penúltima del ciclo
de la Pascua. Los más mayores recuerdan que se celebraba en jueves, pero, afortunadamente, ha pasado a este domingo séptimo de Pascua en que todos podemos celebrarla
en familia.
El Señor Resucitado ha
estado con sus apóstoles y discípulos durante cuarenta días. En ellos, como dice
la primera lectura de los Hechos de los apóstoles, les dio numerosas pruebas de
que estaba vivo y les habló del Reino de Dios. Eran necesarios todos esos
encuentros porque, gracias a ellos, les ha devuelto la esperanza que habían
perdido, les ha ilusionado, les ha ayudado a comprender el sentido profundo de
todo lo que pasó en los días de su pasión y muerte.
Sin esos cuarenta días
de encuentros repetidos y en diferentes situaciones con el Resucitado, la fe de
los creyentes no hubiera sido posible, y hubieran considerado la muerte de
Jesús como el fin de todo.
Cumplida esta misión,
ahora Jesucristo resucitado ha de volver al Padre junto al que estaba desde
antes de la creación del mundo y del que vino un día naciendo de la Virgen María haciéndose
un hombre como nosotros, compartiendo nuestra vida en todo, predicándonos la
Buena Noticia del amor de Dios con palabras y con obras.
La Ascensión es el
sello de la Pascua, de la vida, del bien, del amor, que vencen sobre la muerte,
la oscuridad y el pecado. La muerte terrible de Jesús, su cruz, sus torturas,
su rechazo, no han tenido la última palabra, porque el Padre le ha llamado a la
vida resucitándolo y ahora le llama a su lado ascendiéndolo. Es el Padre quien
quiere tener al Hijo amado junto a sí y, por eso, las dos versiones que hoy
escuchamos de la Ascensión dicen lo mismo: “fue elevado” y “fue llevado”.
Una niña pequeña de la
catequesis, de las que muchas veces entienden las cosas de Dios mejor que
nosotros, explicaba así la Ascensión: su Papa, que lo quería mucho, lo trajo de
vuelta a casa porque lo echaba ya de menos. ¡Qué bonito explicar la Ascensión
así, como el amor del Padre que quiere tener cerca de nuevo a su Hijo Jesús!
Su triunfo es también
el nuestro; así lo dice un santo muy importante y sabio, san Agustín: “la
resurrección del Señor es nuestra esperanza, y su ascensión es nuestra
glorificación”. Porque a dónde Él ha ido, esperamos llegar también nosotros.
En Él nuestra
humanidad ha llegado a la presencia de Dios, porque el Señor Jesús vuelve al
Padre como hombre resucitado, con nuestra misma naturaleza humana; de este modo
nos muestra que estamos hechos para estar junto a Dios, para ser glorificados,
renovados y transformados a su imagen.
Nada menos... esa es
nuestra patria y nuestra meta como creyentes si intentamos recorrer el camino
de nuestra vida, sea más o menos largo, siguiendo el plan de vida que nos ha
dejado: como hijos de Dios y como hermanos entre nosotros.
Es nuestra meta y,
mientras llegamos a ella, tenemos que estar comprometidos con la misión que nos
encarga. Los ángeles les dicen a los apóstoles que contemplan atónitos cómo
asciende Cristo a los cielos: «Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados
mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado
al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».
No podemos quedarnos de brazos cruzados o
mirando a las nubes, porque el Señor al irse físicamente, aunque siga entre
nosotros, nos ha encomendado una misión irrenunciable: continuar su obra,
continuar construyendo el Reino y predicando la Buena Noticia a todos sin
excepción: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El
que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado”.
Se parece a la
experiencia que hemos tenido de aprender de niños a andar en bicicleta: primero
tus padres te sujetan por la espalda para que puedas aprender a pedalear sin
caerte, pero llega un momento en el que te van soltando para que ganes en
confianza y, finalmente, te sueltan del todo, aunque corras el riesgo de
caerte.
Así hace el Señor con
el grupo de los discípulos, se despide de ellos para que puedan comenzar a
responsabilizarse de la misión de construir el Reino de Dios por sí mismos. No
porque Él ya no esté con nosotros, que lo estará hasta el final de los tiempos,
sino porque quiere que pongamos nuestros dones y talentos al servicio de la
misión evangelizadora.
La misión es enorme y
universal, porque hay muchos en el mundo que no conocen aún a Jesucristo y
también hay muchos, entre nosotros, que creen conocerle, aunque no es cierto. En
este momento actual somos misioneros con los de nuestra casa, con los de nuestro
pueblo, con nuestros parientes y amigos más cercanos. Y no podemos quedarnos
cruzados de brazos mirando al cielo sin cumplir la misión que el Señor nos
encargó realizar hasta que él vuelva
La Ascensión no es entonces
la fiesta de la despedida, sino la fiesta del inicio de nuestro compromiso. Su
presencia continua de otro modo y con mirada de fe sabemos que está aquí en la
comunidad de los creyentes, en el pan y el vino eucarísticos, en su palabra
viva, en los signos de la Iglesia y en los pobres.
Así concluye el evangelio: Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban. Hoy, fiesta de la Ascensión, recibimos, como entonces los apóstoles, su encargo, sabiendo que nunca estaremos solos al cumplirlo.
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