sábado, 11 de mayo de 2024

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (B)

VUELVES AL PADRE, PERO NO NOS DEJAS SOLOS


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

La Ascensión del Señor a los cielos es una de las grandes fiestas cristianas y la penúltima del ciclo de la Pascua. Los más mayores recuerdan que se celebraba en jueves, pero, afortunadamente, ha pasado a este domingo séptimo de Pascua en que todos podemos celebrarla en familia.

El Señor Resucitado ha estado con sus apóstoles y discípulos durante cuarenta días. En ellos, como dice la primera lectura de los Hechos de los apóstoles, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y les habló del Reino de Dios. Eran necesarios todos esos encuentros porque, gracias a ellos, les ha devuelto la esperanza que habían perdido, les ha ilusionado, les ha ayudado a comprender el sentido profundo de todo lo que pasó en los días de su pasión y muerte.

Sin esos cuarenta días de encuentros repetidos y en diferentes situaciones con el Resucitado, la fe de los creyentes no hubiera sido posible, y hubieran considerado la muerte de Jesús como el fin de todo.

Cumplida esta misión, ahora Jesucristo resucitado ha de volver al Padre junto al que estaba desde antes de la creación del mundo y del que vino un día naciendo de la Virgen María haciéndose un hombre como nosotros, compartiendo nuestra vida en todo, predicándonos la Buena Noticia del amor de Dios con palabras y con obras.

La Ascensión es el sello de la Pascua, de la vida, del bien, del amor, que vencen sobre la muerte, la oscuridad y el pecado. La muerte terrible de Jesús, su cruz, sus torturas, su rechazo, no han tenido la última palabra, porque el Padre le ha llamado a la vida resucitándolo y ahora le llama a su lado ascendiéndolo. Es el Padre quien quiere tener al Hijo amado junto a sí y, por eso, las dos versiones que hoy escuchamos de la Ascensión dicen lo mismo: “fue elevado” y “fue llevado”.

Una niña pequeña de la catequesis, de las que muchas veces entienden las cosas de Dios mejor que nosotros, explicaba así la Ascensión: su Papa, que lo quería mucho, lo trajo de vuelta a casa porque lo echaba ya de menos. ¡Qué bonito explicar la Ascensión así, como el amor del Padre que quiere tener cerca de nuevo a su Hijo Jesús!

Su triunfo es también el nuestro; así lo dice un santo muy importante y sabio, san Agustín: “la resurrección del Señor es nuestra esperanza, y su ascensión es nuestra glorificación”.  Porque a dónde Él ha ido, esperamos llegar también nosotros.

En Él nuestra humanidad ha llegado a la presencia de Dios, porque el Señor Jesús vuelve al Padre como hombre resucitado, con nuestra misma naturaleza humana; de este modo nos muestra que estamos hechos para estar junto a Dios, para ser glorificados, renovados y transformados a su imagen.

Nada menos... esa es nuestra patria y nuestra meta como creyentes si intentamos recorrer el camino de nuestra vida, sea más o menos largo, siguiendo el plan de vida que nos ha dejado: como hijos de Dios y como hermanos entre nosotros.

Es nuestra meta y, mientras llegamos a ella, tenemos que estar comprometidos con la misión que nos encarga. Los ángeles les dicen a los apóstoles que contemplan atónitos cómo asciende Cristo a los cielos: «Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».

 No podemos quedarnos de brazos cruzados o mirando a las nubes, porque el Señor al irse físicamente, aunque siga entre nosotros, nos ha encomendado una misión irrenunciable: continuar su obra, continuar construyendo el Reino y predicando la Buena Noticia a todos sin excepción: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado”.

Se parece a la experiencia que hemos tenido de aprender de niños a andar en bicicleta: primero tus padres te sujetan por la espalda para que puedas aprender a pedalear sin caerte, pero llega un momento en el que te van soltando para que ganes en confianza y, finalmente, te sueltan del todo, aunque corras el riesgo de caerte.

Así hace el Señor con el grupo de los discípulos, se despide de ellos para que puedan comenzar a responsabilizarse de la misión de construir el Reino de Dios por sí mismos. No porque Él ya no esté con nosotros, que lo estará hasta el final de los tiempos, sino porque quiere que pongamos nuestros dones y talentos al servicio de la misión evangelizadora.

La misión es enorme y universal, porque hay muchos en el mundo que no conocen aún a Jesucristo y también hay muchos, entre nosotros, que creen conocerle, aunque no es cierto. En este momento actual somos misioneros con los de nuestra casa, con los de nuestro pueblo, con nuestros parientes y amigos más cercanos. Y no podemos quedarnos cruzados de brazos mirando al cielo sin cumplir la misión que el Señor nos encargó realizar hasta que él vuelva

La Ascensión no es entonces la fiesta de la despedida, sino la fiesta del inicio de nuestro compromiso. Su presencia continua de otro modo y con mirada de fe sabemos que está aquí en la comunidad de los creyentes, en el pan y el vino eucarísticos, en su palabra viva, en los signos de la Iglesia y en los pobres.

    Así concluye el evangelio: Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban. Hoy, fiesta de la Ascensión, recibimos, como entonces los apóstoles, su encargo, sabiendo que nunca estaremos solos al cumplirlo.

 

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