CORRIGES, POCO A POCO, A LOS QUE CAEN
En el evangelio de este domingo, Jesús camina hacia Jerusalén y atraviesa Jericó. Nos dice el evangelista que le sigue una gran multitud, en la que hay una mezcla de todo: discípulos, simpatizantes, enemigos, curiosos… Pero, de entre tantos, ¿Cuántos entienden realmente a Jesús, su modo de actuar, su mensaje del Reino de Dios? ¿Cuántos sintonizan con él?
Hay que
decir que más bien pocos, ya que la multitud primero quiso apartar a un ciego, que pedía
a Jesús la vista, y, después, murmura y critica porque sana a Zaqueo del pecado de la
codicia, que le tenía empequeñecido.
Jesús no busca a las multitudes, aunque muchas veces no pudiera evitarlas, sino que se fija en cada uno, ve a las personas como son, en su individualidad y en su problemática. Cuando pasa por debajo del árbol, aunque iba rodeado de la turba, solo mira a Zaqueo.
Zaqueo era tan pobre que solo tenía dinero; jefe de publicanos y rico. Era
imposible ser más odioso para sus vecinos: para los más religiosos era un pecador
público que frecuentaba a los paganos y, por esto, estaba contaminado de
impureza, para el resto, era una sanguijuela que robaba los escasos bienes de los
pobres en nombre de la autoridad romana.
El aislamiento que viviría Zaqueo
era doble: religioso y social. Estaba obligado a relacionarse solo con los
romanos y con otros publicanos, pecadores públicos. Cuando el evangelista le
describe como bajo de estatura, está hablando, ante todo, de su estatura moral:
está encogido, doblado sobre si mismo, curvado sobre su codicia. Pero en su
corazón hay una búsqueda profunda, necesita algo diferente, algo mejor que lo
que está viviendo, necesita libertad, sanación.
Cuando oye la noticia de
que el profeta galileo llegaba a su ciudad, no le importa destacarse corriendo
delante de la gente y subiéndose a un árbol, como si fuese un niño, para poder
verlo. ¿Qué esperaba Zaqueo de ese encuentro? Posiblemente no mucho, porque él
mismo se consideraría un caso perdido, tal y como le decían que era,
escarneciéndole, las autoridades religiosas.
Pero Jesús buscaba a Zaqueo más
que este a Jesús. Así que se para ante el árbol, le mira con cariño, algo que nadie hacía, le
habla y, para sorpresa de Zaqueo, se auto-invita a su casa sin miedo a las
murmuraciones ni a ser considerado impuro. El Señor ha venido a buscar y salvar
lo que estaba perdido, y nadie estaba tan perdido allí como Zaqueo.
La mirada y las palabras de Jesús
sanan a Zaqueo, el encuentro de amor y perdón con él le traen la salvación. Su
cambio no se va a quedar en buenas intenciones ni palabras que se lleva el
viento; se compromete a ayudar con la mitad de sus bienes a los pobres y a
restituir, multiplicado, lo que ha defraudado cuando vivía para acumular. Es un
cambio real, efectivo, completo… También él es hijo de Abraham y recupera su
dignidad perdida.
En Jesús se cumple plenamente lo
que escuchamos en la primera lectura, tomado del libro de la Sabiduría: “Señor, te
compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los
hombres para que se arrepientan”.
¿Qué puede transformar más a una
persona extraviada y cegada por el pecado, la dura condena o el amor
incondicional? En el caso de Zaqueo está bien claro: las condenas y desprecios
en que vivía no la habían hecho salir de su vida, pero la mirada de amor de
Jesús y su aceptación sin reproches le dan la vuelta como si fuese un
calcetín.
La Palabra de Dios de este
domingo nos habla del perdón. La iniciativa del perdón parte siempre de Dios,
es Él quien nos espera, como esperó a Zaqueo. Nunca es tarde y nadie está tan
perdido como para que no pueda ser perdonado y rehabilitado. Nosotros no
tenemos derecho a considerar a nadie perdido, ya que el Señor no lo hace, ni
podemos ser como aquella multitud que impide a Zaqueo encontrarse con Jesús y, cuando lo logra, lo murmura y critica.
Al contrario, ayudemos a todos a
encontrarse con Jesús, el único que sana y salva, con el ejemplo de nuestras
propias vidas de fe.
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