COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Cuando
Poncio Pilato, el poderoso prefecto de los soldados romanos ocupantes de la tierra judía, tiene
delante a aquel hombre Jesús de Nazaret, maltratado, atado, escupido, escarnecido, le
parece o un inocente torturado o un loco. Es normal que le pregunte con asombro
por la causa de su condena: “Entonces, ¿tú eres rey?”. Hasta dos veces se lo
pregunta en el relato evangélico que hemos escuchado hoy... ¿Qué clase de rey es
este Jesús de Nazaret?
También
nosotros nos lo preguntamos, aunque de un modo distinto al de Pilato, al
celebrar hoy la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Nosotros,
cristianos, lo proclamamos con fe como rey de todo lo que existe, precisamente, en
este domingo último del año litúrgico o año cristiano, en el que hemos ido
celebrando los misterios de su vida: su encarnación y nacimiento, en el
Adviento y la Navidad, su vida pública y su predicación, en el tiempo
ordinario, su muerte y su resurrección, en la Semana de Pasión y la Pascua. Y
cuando terminamos este ciclo de las celebraciones cristianas, queremos proclamar juntos: verdaderamente
es Rey, es nuestro Rey, es el que reina y el que reinará sobre todo.
Pero
reina de un modo muy distinto a los poderes tiránicos que ha habido y sigue
habiendo en este mundo: “Mi reino no es de este mundo”, dice el Señor Jesús. Él
no pide al Padre un ejército de ángeles para que le liberen de sus captores, ni
siquiera pide a sus apóstoles que empuñen las armas para salvarle y que no se
cometa con él esta terrible injusticia. De hecho, a Pedro le ordena en el
huerto de los olivos: “Guarda la espada, Pedro, que a quien hierro mata, a
hierro muere”.
Él
se deja capturar como inocente cordero, maltratar, crucificar. En lugar de
pedir a otros que den la vida por él, que es lo que hace cualquier rey humano,
él la da por todos. Y lo hace movido, únicamente, por amor a nosotros, para
compartir nuestra exixtencia de hombres hasta el final. Porque ha elegido estar en el
lugar de los últimos, de los más pobres, de los más pequeños… y en este mundo
nuestro, tal y como lo hemos hecho los hombres, aunque no como Dios quiere, los
últimos, los más pobres, los más pequeños, son tantas veces capturados,
esclavizados, torturados, masacrados. Si en este momento último de su vida
terrena, un milagro celestial hubiese evitado la pasión a Jesús, siempre
hubiésemos podido decir: él se hizo casi uno de nosotros, parecía un hombre
más, pero… en el último momento, no quiso pasar por la muerte como nosotros y,
menos aún, una muerte de cruz…
En
cambio, no es así. Su compromiso de amor llega hasta el final, no se ahorra
nada, no evita nada. Es Dios hecho realmente hombre, y los hombres son
maltratados y los hombres mueren. La elección de amor por los hombres que
realiza Dios Hijo llega hasta el fin. El Padre lo sabe y lo respeta, y espera
el momento de poder reivindicar a su Hijo con la resurrección, llenando de
gloria y de amor transformante todo su cuerpo muerto. Pero primero la cruz, el
sepulcro y la muerte. Como todo hombre…
El
evangelista san Juan, más que ningún otro, nos presenta a un Jesús libre, que
acepta su destino porque lo ha elegido con amor libre. El interrogado por
Pilato termina siendo el interrogador de aquel hombre que se creía poderoso,
pero, en realidad, era un esclavo de prejuicios, miedos y mentiras. Por eso
condena al inocente, por miedo a perder cuanto posee, por miedo a las
consecuencias de ser libre de verdad.
El
reinado de Jesucristo, en cambio, se construye desde la verdad: “Yo para esto
he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Por eso su reinado permanece, y
permanecerá, y el de aquel poder romano, como el de tantos otros poderes
construidos sobre las armas y la sangre, han desaparecido en la historia. Hoy,
más de dos mil años después, millones de personas creemos y esperamos en Jesús
y le proclamamos rey de nuestras vidas, mientras que a Pilato y a los poderosos
césares ya se los tragó el olvido.
Pero la solemnidad de hoy nos invita a mirar más delante de nuestro momento. Jesucristo ya reina entre nosotros allí donde los discípulos viven según las bienaventuranzas, según el Evangelio. Por eso nos enseñó que el Reino está ya entre nosotros. Pero aún está como levadura o como semilla porque la victoria final del Reino aún no llegó; será el momento en que el pecado, el mal, la muerte, serán vencidos y ya no podrán dañarnos.
Las dos lecturas de hoy nos
anuncian, en visión, ese triunfo final: cuando llegue el Hijo del Hombre por
segunda vez ya no será como un niño humilde en Belén, sino como el Alfa y la
Omega, como el principio y el final. Toda rodilla se doblará, toda lengua lo
alabará, todo ojo lo verá, también los de aquellos que lo traspasaron.
Creer
ya que esa victoria última es segura nos anima a mantener la fe, a trabajar
cuanto podamos por el Reino de Dios, que es lo mismo que decir por todo lo
bueno, por todo lo justo, por todo lo que hace de este mundo un lugar mejor.
Hoy proclamamos a Jesucristo como Rey y queremos servir a su Reino viviendo
como él vivió: entregados al Padre y amando a los hermanos.
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