Todos los domingos para nosotros cristianos, lo más
importante del día ocurre en la celebración de la Misa. Está mandado por la Iglesia
que participemos los domingos y fiestas en la eucaristía, como aprendimos en el
catecismo, pero si solo lo hiciésemos por el precepto mandado, nos faltaría aún lo
más importante: haber descubierto que necesitamos la Eucaristía, que es un
adelanto del cielo y lo más grande que podemos hacer en esta vida. Para ello,
necesitamos primero descubrir cuál es el valor del sacramento del altar, que es
lo que se nos ofrece en él.
Esta solemnidad del Corpus Christi, del Santísimo Cuerpo y
Sangre de Cristo, nos quiere ayudar a descubrirlo. Porque la eucaristía es el
centro de nuestra fe, sin ella no podemos vivir la fe cristiana ni tendríamos
fuerzas y espíritu para vivir el evangelio de Jesucristo en nuestra vida
cotidiana, para ser sus discípulos.
Este día del Corpus surgió hace muchos siglos para reafirmar
la fe de los cristianos en la presencia real del Señor en los dones
eucarísticos. El pan y el vino del altar, después de que el sacerdote invoque
el Espíritu Santo sobre ellos y repita las palabras de Jesús en la última Cena,
no son sin más un símbolo de su presencia entre nosotros. Son realmente su
Cuerpo y su Sangre, aunque mantengan el color, el sabor, la forma del pan y del
vino que ofrecemos como fruto de nuestro trabajo humano y de la tierra fecunda
que Dios nos da.
Este es un misterio que desborda nuestra capacidad de
raciocinio, y por eso aclamamos diciendo “Este es el misterio de la fe”. Hace falta fe
para acercarse a él y vivirlo, hace falta confiar en que lo que nos dice el
Señor en el evangelio es siempre verdadero y que si él nos dice “Esto es mi
cuerpo” y “Esta es mi sangre”, esas palabras se cumplen siempre. Gracias a la
eucaristía, Jesucristo cumple la promesa con la que concluía el evangelio del
domingo pasado, fiesta de la Santísima Trinidad: “Y sabed que yo estaré con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
La Palabra de Dios que nos propone la liturgia de hoy nos
ayuda a entrar en este sacramento maravilloso, del que todo lo que podamos
decir siempre será poco: en la primera lectura, Moisés sella la Alianza entre
Dios y su pueblo con el sacrificio y la aspersión de la sangre. Para los
hebreos la sangre significa la vida, y no estaban desencaminados, puesto que
sin sangre no hay vida. La Alianza es un pacto de amor y de elección en el que
la iniciativa corresponde a Dios. Sellarlo con sangre significa decir que es
una Alianza para dar vida, Dios quiere que el pueblo viva y que tengan en ellos la propia
vida de Dios.
Aquello que vivió el pueblo israelita, tan importante en la
historia de la salvación, era el anuncio, el anticipo de algo infinitamente más
grande que habría de llegar: la Nueva Alianza sellada por Dios con el
sacrificio de amor de su Hijo Jesús. Este pacto ya no es con un pueblo
escogido, sino con la humanidad de todos los tiempos, en la cual estamos
nosotros. La segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, nos ha invitado
a admirarnos: Si la sangre de animales devolvía la pureza externa a los
hebreos, "¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno,
se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra
conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo".
La Eucaristía es un banquete y es un verdadero sacrificio:
renueva la entrega de amor de Jesús en la cruz. No es que nosotros le
sacrifiquemos al celebrar la misa, es que él lo sigue haciendo por amor en favor nuestro. Ante esto
solo podemos admirarnos, contemplar, celebrar, agradecer, adorar….
Pero no olvidemos el segundo mensaje importante de este día:
hoy es un domingo de la eucaristía y de la caridad. No se puede celebrar la
entrega de amor de Jesús en la misa sin comprometerse a entregarnos también por
amor a nuestros prójimos, a los cercanos y a los lejanos, especialmente a los
que más sufren.
Esta época de pandemia ha traído nuevos problemas que antes
no teníamos, como las preocupaciones angustiosas por la salud. Pero los que
teníamos aún siguen entre nosotros: las familias con desempleo, las adicciones de todo tipo
que degradan a las personas, la soledad de los mayores, las personas con
depresión o problemas mentales y tantas otras situaciones de dolor a nuestro
alrededor.
No podemos dar la espalda a nuestros hermanos porque si no
reconocemos a Jesús en el prójimo tampoco le reconoceremos en el Santísimo
Sacramento del Altar: el mismo Cristo que nos dice “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre” es el que nos dice también: “Lo que hacéis a uno de estos pequeños, a mí me lo hacéis”.
Caritas es la ayuda de la Iglesia, de nuestras comunidades,
lo que ellos hacen por los necesitados y empobrecidos, lo hacen en nuestro
nombre, somos nosotros los que lo hacemos. Por eso apoyar y ayudar a sus
proyectos de ayuda es nuestro deber como creyentes que reconocen a su Señor en
el Santísimo sacramento y en el hermano sufriente, sin distinción.
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