viernes, 21 de mayo de 2021

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (ciclo B)

 

COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    Celebramos hoy la solemne fiesta de Pentecostés, con la que se cierra el tiempo de la cincuentena pascual. El domingo pasado celebrábamos la Ascensión del Señor: Cristo resucitado vuelve al Padre, porque ha completado su misión, pero no se desentiende de nosotros. Él ya lo había anunciado así: conviene que yo vuelva al Padre, porque desde el Padre os enviaré el Espíritu Santo defensor, el Paráclito, que estará siempre con vosotros.

    Es tan importante la presencia del Espíritu Santo en nosotros y entre nosotros, que bien podemos decir que sin el Espíritu nuestra fe es imposible y la Iglesia no existiría. Sin embargo, aunque es absolutamente necesario, después de veinte siglos se ha dicho, seguro que con razón, que el Espíritu Santo es el gran desconocido en la Iglesia. Hablamos de Dios Padre, hablamos del Espíritu Santo, pero casi nada del Espíritu Santo y de su actuación permanente. Y, sin embargo, el Espíritu Santo es el constructor de la gran obra de Cristo, que es la Iglesia, entendida como comunidad de personas que, a través de los tiempos, han de vivir al estilo de Cristo y adelantar el Reino de Dios en este mundo.
    
    Las tres lecturas de hoy son sumamente expresivas al respecto. En ellas se pone de manifiesto que el Espíritu Santo supone el paso de la obscuridad a la luz, del miedo al valor, del encierro al testimonio público, del aislamiento a formar parte de la comunidad viva y activa. 
    El Espíritu Santo es la unidad en la diversidad, es el don de lenguas, es la posibilidad de llegar a todos con un mensaje que cada uno entiende como dirigido exclusivamente para él "en su propio idioma". El Espíritu Santo es el que hace posible profundizar en el mensaje de Jesús; el momento justo en el que los apóstoles y los discípulos que lo reciben empiezan a conocer de verdad a Jesús, a interpretar sus palabras, a penetrar en su íntimo modo de ser, a ver el mundo con los ojos de Cristo y a diseñar con toda nitidez lo que debe ser la vida de un cristiano.

    Aquellos primeros discípulos, hombre y mujeres, que recibieron el Espíritu Santo cambiaron radicalmente. Un impulso nuevo da cimiento a sus convicciones y fortalece sus decisiones. Desde ese momento ya nada podrá frenar su iniciativa cristiana, del mismo modo que nada ni nadie había podido frenar la de aquel Maestro con el que habían convivido sin conocerlo del todo y sin poder captar plenamente la grandeza de su mensaje.
El mundo comenzó a ver, primero despectivamente y luego asombrado, la existencia de unos hombres aparentemente insignificantes, que no tenían poder ni influencia, ni dinero, ni armas; unos hombres que se limitaban a creer en lo que decían, aún a riesgo de sus vidas, y, sobre todo, a amar a todos los hombres y a predicar en el nombre de un Señor que había muerto para que todos tuvieran vida.
    Aquellos hombres no callaron ante la persecución, ni ante el halago, ni ante el dolor ni ante el martirio. No eran muchos, pero la fuerza del Espíritu era irresistible. Y, de la misma manera que habían superado las dificultades del momento, superaron el tiempo y el espacio.
Aquellas primeras comunidades cristianas, en las que el Espíritu Santo vivía palpablemente, fueron incontenibles. Los que las formaban eran muy diferentes entre sí, como ahora lo somos: diferentes ideas, diferentes razas, origen social… pero el Espíritu les dio el don de la unidad, como nos lo da también hoy. La Iglesia no es una ONG, ni una empresa, somos el Cuerpo de Cristo en el mundo: lo que da unidad a la iglesia es el Espíritu Santo, o el Espíritu de Cristo, que ha sido derramado en nuestros corazones, y no la ley ni la organización externa.

 Cuando la unidad se entiende desde la ley se trata más bien de una unidad impuesta y, en consecuencia, de una uniformidad. Pero si la entendemos y la vivimos desde el Espíritu que habita en nosotros, que habita en cada uno de los creyentes, entonces la unidad no está reñida con la diversidad y lejos de ser una imposición es la expresión de la libertad de los hijos de Dios. En efecto, hay pluralidad de dones, de servicios, de funciones y "en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común". Hay pluralidad de miembros, pero todos están animados por un mismo Espíritu.
    El Espíritu acaba con las diferencias que nos separan y nos enfrentan a unos contra otros, creando entre todos una fraternidad y una solidaridad, una comunión de vida. Sumergidos en un mismo Espíritu, no puede haber entre nosotros diferencias entre judíos y griegos, esclavos y libres. La unidad que crea el Espíritu es inseparable de la igualdad y de la fraternidad entre todos, porque todos somos hermanos y uno solo es el Señor, Jesucristo.
Pidamos hoy, al terminar este tiempo de Pascua, con todo nuestro corazón, que el Espíritu venga a nosotros, y nos llene de sus dones, para que vivamos siempre la vida nueva del Señor resucitado y nos comprometamos a ser constructores de verdadera unidad y testigos del Evangelio de Jesucristo.


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