viernes, 19 de marzo de 2021

V Domingo de Cuaresma (ciclo B)

     


    Nos acercamos al final de la Cuaresma y a los días más importantes, para los que nos ha preparado este tiempo cuaresmal: la Pascua, la Pasión, muerte y resurrección de nuestro Salvador Jesucristo.

    Cada domingo nos ha ido dando una enseñanza importante para avanzar hacia la conversión que Dios siempre espera de nosotros: el desierto y sus tentaciones en el primer domingo, la Transfiguración del Tabor en el segundo, la purificación del templo en el tercero y el diálogo con Nicodemo sobre el sentido de la cruz en el domingo pasado.

    Pues en este domingo quinto, el anterior al Domingo de Ramos, Jesús anuncia su muerte porque está cercana la Pascua. Jerusalén estaba llena de peregrinos, llegados de todas partes; como en todas las fiestas religiosas algunos de los que allí estaban eran verdaderos peregrinos, otros turistas llevados por el deseo de vivir la fiesta de una ciudad llena. El evangelio nos habla de dos griegos que querían ver a Jesús; eran dos extranjeros, pero creyentes en la fe de Israel, se podían considerar judíos de segunda categoría. Habrían oído hablar de Jesús, el profeta galileo, y le piden a uno de sus discípulos, Felipe, poder verlo y estar con él.

    No sabemos si Jesús finalmente se encontró con ellos; lo que sí sabemos es que aquella petición fue ocasión de que Jesús enseñase a sus discípulos cuál es el sentido de su vida y cuál será el sentido de su muerte en cruz. Él no ha venido enviado por el Padre a triunfar, a redimir desde un éxito militar o político, sino a salvar dando su vida, como el grano de trigo que cae en tierra y parece desaparecer, pero realmente está sembrándose para dar fruto abundante de vida.

    Así Jesús pasó por el mundo haciendo el bien, olvidándose de sí mismo para vivir por los demás, por Dios y por los hermanos, especialmente los más pequeños y los que más sufren. Fue grano de trigo con su vida y con su muerte, pero su entrega no queda infecunda, produce salvación y vida eterna si creemos en él y vivimos haciendo de la vida un servicio como él: El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará.

    La segunda lectura de hoy, de la Carta a los Hebreos, nos ha dicho: que Jesús siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna.

    El mismo Jesús, siendo Hijo de Dios, buscó obedecer en todo al Padre, seguir hasta el fin su plan salvador aunque eso suponía la muerte en cruz, rechazado por todos e incluso abandonado por sus discípulos. Podía haber escogido un camino fácil o abandonar la misión que se le había encomendado, que era con lo que le tentó el demonio en el desierto al comenzar su vida pública. Pero no lo hizo, fue fiel hasta el final.

    Tenemos que reconocer que muchas veces los caminos de Jesús no son los nuestros, que aunque nos digamos sus discípulos, ni le entendemos ni compartimos con él su modo de pensar y de vivir. A veces pensamos que no se puede seguir su evangelio en este mundo actual en el que o pisas o te pisan, o subes tú o suben otros en tu lugar. Por esto comenzamos siempre la Eucaristía pidiendo perdón, diciéndole al Señor, ten piedad porque no vivimos y actuamos como tú. ¡Oh, Dios, crea en mí un corazón puro!, como pedimos con el salmo.

    Podemos preguntarnos personalmente: ¿Qué he descubierto durante esta Cuaresma, guiado por la Palabra de Dios que no está bien en mí? ¿Qué criterios, valores, formas de pensar y de actuar tengo que no son los de Jesús, que no son evangélicos ni cristianos?

    Es importante preguntárselo, porque Jesús nos dice hoy: El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. Es decir, el que quiere vivir dejando de lado a Jesucristo, el que quiera vivir solo para sí mismo, echa su vida a perder, ahora y para la eternidad; en cambio, el que vive según el Evangelio, se guardará para la vida eterna.

    La conversión cristiana es darse cuenta de aquello que es pecado, que nos quita vida, alegría, paz, que va contra la Alianza de amor de Dios y pedir perdón con la ayuda de su gracia. Tenemos un sacramento donde celebramos el perdón de Dios y nos sentimos profundamente renovados, acogidos, levantados. Será el broche de oro, el mejor de los cierres posibles para el camino cuaresmal. 

    En nuestra parroquia lo celebraremos el día     a las    horas. Ya nos tenemos que preparar desde hoy haciendo el examen de conciencia, con toda paz y confianza, sabiendo que en esta celebración, por medio del ministerio del sacerdote, nos encontramos con el amor entrañable de Dios, que nos comprende, es compasivo y misericordioso.


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