COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
El
evangelio de este domingo nos presenta cómo Jesús llega a Cafarnaún acompañado
de sus primeros discípulos. El sábado siguiente acude a la sinagoga, como todo
buen judío, y es invitado a leer y comentar la Sagrada Escritura. Los que le
invitan a hacerlo, seguramente pensaban todavía que era solamente un maestro
itinerante más, pero su explicación provocó gran admiración en los que le
escucharon.
No se nos
dice lo que Jesús enseñó, pero sí insiste el texto en el asombro que produjo su
enseñanza, muy distinta a la de los maestros de la ley. Estupefactos, reconocen
que les enseñaba una doctrina nueva expuesta con autoridad, nueva
por su contenido y nueva por la forma de exponerla, diferente al resto. Se
cumple en él lo que había anunciado Dios, en la primera lectura del
Deuteronomio: El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus
hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis.
Y es que
Jesús no sólo explica la Palabra de Dios, sino que él mismo es la Palabra de
Dios nueva, viva y eficaz, que nos habla con rostro y palabras de hombre. Todo
lo que necesitamos saber sobre Dios lo podemos entender si nos acercamos a
Jesús, si le entendemos leyendo su Palabra, que es lo que se nos invitaba a
hacer el domingo pasado, Domingo de la Palabra de Dios.
Además, Jesús tiene una autoridad
nunca vista, porque su predicación va acompañada de signos como el que acontece
hoy. Jesús libera con su palabra a un hombre poseído. La liberación del
endemoniado es una prueba más para lo cual ha venido Jesús. Ha venido a liberar
a los pobres, ciegos y cautivos del cuerpo, pero también a liberar al hombre de
todo tipo de esclavitudes. Cuando hay personas que dicen que la fe cristiana
esclaviza, quita alegría de vivir, es porque hablan desde el prejuicio o la
ignorancia. Creer en Dios y tener a Jesús como Salvador, sentirse parte de la
Iglesia, no es esclavitud, sino libertad, no es amargura, sino fuente de paz y
alegría para las dificultades de la vida.
Muchas
veces en los evangelios aparece Jesús liberando a endemoniados. Es cierto que
muchas de las enfermedades que en tiempos de Jesús se las consideraban
posesiones diabólicas o espíritus inmundos, hoy encuentran solución en la
medicina, pero la ciencia no puede resolver los problemas del mal, que es
problema espiritual. Y no podemos negar la existencia del mal. A nuestro
alrededor nos encontramos también muchos espíritus inmundos, muchas
fuerzas del mal como la mentira, la injusticia, el odio y otros muchos
males que someten y perjudican la vida de las personas Tampoco nosotros podemos
zafarnos de ellas, sin la palabra liberadora del Señor.
Las dos
señales que el pueblo percibía de la Buena Nueva eran la forma diversa de
enseñar las cosas de Dios, con una Palabra nueva, viva, con autoridad, y su
poder sobre los espíritus impuros. Estas mismas señales tienen que ser
válidas para nosotros. Es fundamental que seamos conscientes de que la Palabra
de Dios no es una historia repetida que ya nos sabemos, sino que es buena
noticia, que tiene una fuerza transformadora, que nos interpela y espera de
nosotros una respuesta.
Igualmente,
la Palabra de Dios, como palabra viva y eficaz, tiene
una fuerza curativa capaz de convertirnos en seres nuevos, de irnos cambiando.
Con
frecuencia nos sentimos poseídos por poderes que nos perjudican como pueden ser
el afán por acaparar, las modas, los complejos, los miedos, las apariencias,
esclavos del qué dirán, de la última noticia… ¿Viviendo esta situación, podemos
decir que somos totalmente libres y señores de nuestros actos? Si no lo podemos
decir, es que estamos poseídos por otros poderes.
¿Cómo
hacer para expulsar estos poderes extraños? ¿Cómo expulsar estos demonios? Solo
lo podemos hacer como lo hizo Jesús, con el poder del Espíritu Santo, que
también recibimos en nuestro bautismo y poniéndonos bajo el chorro de la
Palabra de Dios; así podremos afirmar, como los habitantes de Cafarnaún: ¿Qué es esto? Una enseñanza
nueva expuesta con autoridad que manda a los espíritus inmundos y le obedecen.
Como dice
el papa Francisco: Pidamos al Señor la fuerza de apagar la televisión y abrir la
Biblia; de desconectar el móvil y abrir el Evangelio.
Y sigamos
orando, sin perder la confianza por el fin de esta situación de pandemia que,
como el espíritu inmundo de Cafarnaún, nos quita la serenidad, la salud y la
alegría. Pidamos, especialmente, por los enfermos, por sus familias y por
quienes les atienden. Así como por el eterno descanso en la paz de Dios de
tantos difuntos.
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