Queridas familias y queridos hermanos todos:
El tiempo de cada día, tan cargado de actividades como está, pasa deprisa, y ya han pasado cuarenta días desde que celebrábamos la Navidad.
La fiesta que hoy nos reúne -la Presentación del Señor Jesús en el Templo- recuerda aquel día en el que, como acabamos de escuchar en el Evangelio, el niño Jesús fue llevado al templo de Jerusalén por sus padres, María y José.
Era una tradición religiosa con la que todas las familias israelitas debían cumplir: cada hijo varón primogénito tenía que ser presentado ante la presencia de Dios en el templo de Jerusalén, que para ellos era el lugar más sagrado de la tierra, allí donde habitaba Dios mismo.
La ley religiosa tenía una doble motivación:
- Presentar al hijo a Dios era hacer un reconocimiento de que aquel niño era un regalo venido de Dios y se le debía devolver como ofrenda.
- También se buscaba la purificación de la madre después del parto, a fin de que pudiese llevar ya una vida religiosa normal.
En lugar del hijo primogénito ofrecido a Dios, se sacrificaba una víctima animal, acorde a lo que pudiera pagar la familia: los que más tenían ofrecían un animal grande y los pobres, como la Sagrada Familia, un par de palomas solo.
Fijaos en algo... aquella ley de los hebreos no obligaba a la Sagrada Familia. En primer lugar, porque aquel niño con el que María entra en el templo no tenía que ser ofrecido a Dios, porque era su Hijo Unigénito. No necesitaba ser bendecido, porque es Él quien nos trae toda bendición. No necesitaba que se ofreciera en rescate por Él victima alguna, ya que es Él quien se ofrecerá por todos como víctima perfecta en la cruz.
Tampoco la función de purificar a la Madre era necesaria, ya que la Santísima Virgen es toda pura, sin mancha alguna de corrupción o pecado desde antes de su concepción.
Pero aún así, cumplen con aquella ley que obligaba a todas las demás familias, porque, como dice la segunda lectura -de la Carta a los hebreos- el que viene a salvarnos se hizo semejante en todo a nosotros, participó de nuestra carne y sangre, se hizo uno con nosotros.
En el templo había un anciano, Simeón, que era un hombre de gran fe, que vivía por y para Dios. Movido por el Espíritu Santo, reconoció en aquel niño llevado por unos padres humildes, lo que nadie veía: al Salvador para todos los pueblos, la luz para alumbrar las naciones, el Mesías de Dios esperado.
Hoy habéis traído a la iglesia a algunos de los niños que han sido bautizados en nuestra Unidad Pastoral durante el año pasado. Es verdad que no somos israelitas sometidos a aquella ley de llevar los niños al templo. pero hay algo que sigue siendo verdad y que, con esta celebración, reconocemos: estos niños son un regalo de Dios, no solo para vosotros, sino para el mundo.
Vosotros, padres, los habéis engendrado uniéndoos en el amor, pero ha sido Dios quien les ha dado, en último término, la vida.
En el bautismo, que pedisteis para ellos a la Iglesia, Dios les ha hecho hijos en su Hijo, han pasado a formar parte del Pueblo de Dios, han quedado unidos para siempre a Jesucristo como parte de su Cuerpo, y han recibido el Espíritu Santo, que les habita, y será un día pleno por el sello de la confirmación.
Queridos padres, enhorabuena. Enhorabuena porque habéis querido darles el mayor y mejor regalo posible: el sacramento del bautismo.
Que la luz de la fe, que hemos representado al entra en procesión con las velas en el templo, y que el día del bautismo tomasteis para ellos en el cirio pascual, sea la que guíe vuestra vida diaria de familia. Vividla vosotros, en primer lugar, y enseñádsela a vuestros pequeños, porque una familia donde se vive la fe, no camina en la oscuridad.
Feliz día de las Candelas a todos.
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