martes, 21 de marzo de 2017

LUZ PARA NUESTRAS CEGUERAS (DOMINGO IV)

Del santo Evangelio según san Juan 9, 1-41


En aquel tiempo Jesús vio al pasar a un hombre ciego de nacimiento, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: «Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). Él fue, se lavó y volvió ya viendo. Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: «¿No es éste el que se sentaba para mendigar?» Unos decían: «Es él». «No, decían otros, sino que es uno que se le parece». Pero él decía: «Soy yo». Lo llevan donde los fariseos al que antes era ciego. Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos decían: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». Otros decían: «Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?» Y había disensión entre ellos. Entonces le dicen otra vez al ciego: «¿Y tú qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?» Él respondió: «Que es un profeta». Y dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos». Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «Es que también nosotros somos ciegos?» Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: "Vemos" vuestro pecado permanece».



HOMILIA DOMINGO IV CUARESMA 2017

Continuamos recorriendo nuestro camino de Cuaresma hacia la Pascua del Señor.
Si el domingo pasado Jesucristo se presentaba, en el diálogo con la mujer samaritana, como aquel que nos da el agua viva, capaz de saciar la sed más profunda del corazón humano (de verdad, de perdón, de ser amados), hoy Jesucristo se presenta como la luz que nos abre los ojos y nos saca de nuestra oscuridad y ceguera.

¿Quién estaba más ciego en esta escena del evangelio? ¿Aquel ciego de nacimiento al que Jesús compasivo abre los ojos con su curación, o los fariseos que no veían el poder de Dios en Jesús? El evangelio parece decirnos que hay una ceguera aún peor que la de los ojos, aunque ésta sea muy dura: la ceguera del espíritu.

Somos ciegos del espíritu cuando, por el pecado que nos domina con fuerza, no vemos a los demás con una mirada positiva y nos quedamos sólo con lo negativo, criticando, calumniando, haciendo daño. Somos ciegos del espíritu cuando no percibimos ya lo que Dios hace por nosotros y la fe se nos vuelve algo aburrido, rutinario, frio y, por fin, superfluo. Somos ciegos del espíritu, también, cuando no nos vemos a nosotros mismos como Dios nos ve, con cariño, cuando no nos valoramos sino por la opinión que tienen los demás, nos despreciamos interiormente y terminamos desesperando de poder ser mejores sin buscar fuerza en Dios.

Quien más o quien menos, todos tenemos estas y otras cegueras y oscuridades del espíritu…. La pregunta es, ¿algo o alguien puede cambiarnos, sanar nuestra mirada para que veamos como Dios con una mirada limpia desde el corazón y no desde la pura superficie, como decía la primera lectura?

San Pablo nos lo ha dicho bien claro en la carta a los cristianos de Éfeso: Jesús puede volver nuestras tinieblas en luz. Hemos escuchado como nos dice: “Queridos hermanos, antes sí erais tinieblas, pero ahora sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz”.

Los fariseos del evangelio, aunque tenían a Jesús delante, se quedaron en sus tinieblas porque les faltó la humildad suficiente para reconocerse ciegos ante él, como hizo el ciego de nacimiento, y dejar que les curara. Es lo que nos pasa a nosotros cuando nos creemos sin pecado. No robo, no mato… ¿qué pecado voy a tener yo? Así decimos y nos vamos apartando del sacramento de la confesión y, con él, de la comunión eucarística.

Como no queremos reconocer que necesitamos del perdón de Dios, que nos llega por la Iglesia, nos quedamos encerrados en nosotros mismos. No nos sentimos bien, pero somos como el enfermo que no quiere acudir al médico que puede sanarle. ¿Cuánto hace que no experimentamos el perdón sanador de Jesús en el sacramento de la confesión y la alegría de recibir su Cuerpo con el alma limpia?
Es lo más importante que podemos hacer en esta Cuaresma: hacer una buena confesión, recibir el perdón y acercarnos a la Sagrada Comunión.

Cuando uno tiene sed debe buscar una buena fuente, como la samaritana, y cuando uno descubre que está en oscuridad debe buscar a quien pueda darle la luz, como hizo el ciego del evangelio de hoy. Todo lo demás son excusas y razonamientos que intentan justificarnos. 

Si la Iglesia nos dice que todo cristiano llegado a la edad del uso de razón está obligado, especialmente en el tiempo de la Cuaresma y la Pascua, a celebrar el sacramento de la penitencia y a recibir la comunión, no es por capricho o buscando controlarnos. Es para que nos demos cuenta de que lo necesitamos mucho y venzamos, así, miedos, bloqueos y desidias.

Animémonos a hacerlo en esta cuaresma y experimentaremos una paz y una alegría como sólo Dios puede darnos.


A veces nos ocurre que no sabemos ya de qué confesarnos y cómo debemos examinar nuestra conciencia para saber que es lo que no está bien. Por eso a la salida de misa pueden recoger en la mesa una octavilla que habla del sacramento de la penitencia y nos ayuda a examinar nuestra conciencia antes de la confesión cuaresmal

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