jueves, 24 de diciembre de 2015

LA PALABRA SE HACE CARNE (meditación sobre la Navidad) 2º

El Dios único Yahvé les va hablando, les educa como un padre a sus hijos por medio de personas concretas que, inspiradas, dicen al pueblo lo que Él pone en sus corazones para que lo digan con palabras humanas: los profetas. Pero, además, el Dios único y verdadero se manifiesta a través de los acontecimientos de su historia, de los buenos y los malos, como su esclavitud en Egipto, su duro avance hacia la tierra prometida, sus alegrías y sus derrotas. Es lo que llamamos la historia de la revelación o historia sagrada; los acontecimientos que viven no son distintos a los que les ocurren a otros pueblos de su entorno. 
De hecho no son una nación importante en el devenir de la historia antigua, como lo eran los asirios o los egipcios, pero lo que les ocurre lo viven y lo interpretan desde la fe en el Dios Yahvé y eso les hace diferentes al resto de las naciones. No simplemente viven los sucesos de su historia, sino que en ellos indagan qué les estará queriendo decir Dios con lo que les pasa; por eso es una historia sagrada y por eso nosotros también los leemos hoy, porque transmiten la experiencia religiosa de un pueblo durante siglos y siglos.
El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, lo expresó así: “En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como a amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de revelación se realiza por obras y palabras unidas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio”.

Aquí se dicen ideas muy importantes que no debemos pasar por alto:
Con nuestras propias fuerzas e inteligencia, los seres humanos no podríamos conocer plenamente a Dios, aunque sí encontramos la huella de su orden y belleza en las cosas creadas que nos rodean,
Es Dios quien decide darse a conocer libremente al hombre por amor, con palabras y obras que podemos entender, entrando así en nuestra propia historia humana.
De entre todos los seres vivos, algunos más perfectos que nosotros en lo físico, somos los únicos hechos a imagen y semejanza del Creador, con razón y voluntad, capaces de escucharle, de entrar en comunicación con él. Somos por naturaleza, así nos quiso hacer, oyentes de su Palabra, de su Verbo.


2. LA PALABRA SE HACE CARNE.

Toda esa revelación progresiva y paciente que Dios hace al pueblo de Israel, en la que actúa con paciencia de padre y educador, manifestando su ternura, a veces su corrección, enseñando primero lo más fácil y luego lo más difícil, en un momento determinado de la historia, al cumplirse la plenitud de los tiempos, como dice san Pablo, toma un giro radicalmente nuevo y asombroso: la Palabra de Dios, su Verbo, el Hijo, se hace hombre en Jesús de Nazaret: “Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo” (Heb. 1,1-2).
Es la misma Palabra por la que todo existe y fue creado, la que habló en el Génesis cuando el “Hágase” divino fue haciendo surgir los cielos, la tierra, el ser humano… el prólogo de Juan, que nos está sirviendo de hilo conductor dice: “en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios”. A esa Palabra la llama luz, que ilumina a los hombres, y vida, que vence toda muerte. 
La Encarnación que celebramos cada Navidad significa que el Hijo de Dios, que es Dios mismo con el Padre y el Espíritu, ha asumido nuestra naturaleza humana para salvarnos. Es un misterio tan increíble que, aunque sea el centro de nuestra fe cristiana, nos cuesta comprenderlo: Dios podía haber elegido otro camino, otro plan más fácil de realizar para salvarnos, pero elige, guiado por un amor loco a nosotros sus criaturas los hombres, hacerse uno de nosotros compartiendo nuestras debilidades, nuestras tentaciones, la fragilidad de nuestro cuerpo humano que sufre, envejece y muere.
En los mitos de los griegos y de la India ya se hablaba de dioses que se hacían pasar por hombres, que tomaban apariencia humana como quien se pone un disfraz y bajaban a la tierra a pelear en un bando u otro, a influir en reyes, a enamorar a las mortales y a engendrar hijos semi-divinos… pero no se hacían humanos, luego regresaban a su Olimpo.
 Pero la encarnación de Jesucristo, que creemos, es totalmente distinta: Dios no se disfraza de hombre, sino que se hace realmente un hombre, que nace como niño de una mujer humana, María, dependiendo de su calor y sus cuidados, de su leche materna para no morir, como cualquier recién nacido. Y ese niño que nace en Belén tendrá que ser después cuidado, educado, hasta que se valga por sí mismo y pueda emprender su propio camino como hombre adulto.
A veces los mismos cristianos no tenemos claro esto, que es el ABC de lo que creemos: Jesús no es un Dios con apariencia de hombre ni es una mezcla de Dios y hombre al 50%, no… Como dice muy claramente el Catecismo de la Iglesia Católica: “Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios”. La pregunta es: ¿por qué se hace carne-hombre (es lo mismo)- la Palabra de Dios y pone su morada entre nosotros? El Credo Niceno-Constantinopolitano, el que llamamos credo largo nos da la respuesta: “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”.
La salvación está en conocer el amor de Dios por nosotros, que le ha llevado a encarnarse, acogerlo como la  mejor noticia posible y vivir de acuerdo a ello; la salvación no es algo que nos espera después de la muerte, ya ahora vivo salvado si creo que Dios me ha amado infinitamente en su Hijo Jesús y respondo con la fe: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que envió al mundo a su Hijo para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,9). El cristianismo no es una búsqueda de Dios; es Dios quien me busca para que sienta su amor y viva como hijo suyo.
Jesús nace para mostrarnos el camino que conduce a Dios y que él, como Hijo, resumió en el mandamiento nuevo del amor: “Esto es lo que yos os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Se ha hecho uno de nosotros para que podamos ser de la familia de Dios, entrar en su misma vida: “a todos los que lo recibieron les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”, como dice san Juan.
No pretendo agotar el tema, que lleva ocupando a los pensadores cristianos, a los pastores de la Iglesia, a los poetas, durante siglos y no se acaba nunca. El propósito de mi reflexión ha sido solamente ayudar a que nazca en nosotros el asombro con el que debería celebrar un cristiano cada Navidad. La Navidad no es una fiesta de alegría tontorrona, de compartir regalos y contar fábulas bonitas a los niños que, en el fondo, nos parecen ingenuas y falsas. 
En ella celebramos el acontecimiento más increíble, más sorprendente y más transformador que podamos imaginar: Dios se hace uno de nosotros, para que nosotros podamos ser uno con él. Para que no tengamos que imaginarle ni decir que es así o del otro modo se nos ha manifestado con un rostro humano, nos ha hablado con palabras humanas, ha compartido nuestra vida, nuestras alegrías y penas: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” dijo Jesús respondiendo a un discípulo que le pedía poder ver al Padre.
Que cuando adoremos la imagen del Niño Dios, que cuando escuchemos el relato de su nacimiento en las misas de la Navidad o veamos un Belén, podamos hacerlo con ojos asombrados de creyentes. 

Rubén García Peláez


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