viernes, 12 de febrero de 2021

Domingo VI Tiempo Ordinario

 


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA:

En la situación en la que nos hallamos como sociedad, desde hace un año ya, se habla de un nuevo fenómeno social, la “fatiga pandémica”: significa el cansancio y el hartazgo que nos invaden y que nos desmotivan al oír las cifras de contagios o al hablar de la situación en los hospitales y que termina volviéndonos insensibles.

Aunque hoy lo tengamos tan presente y no nos apetezca ni hablar de ella, la enfermedad es algo que acompaña la vida humana desde siempre, puesto que somos seres temporales, que pasan, y mucho más débiles de lo que solemos creernos.

También en la Biblia aparece continuamente este reto de la enfermedad, como un mal que pone en peligro la felicidad humana. Tanto en la primera lectura, tomada del libro del Levítico, escrito unos quinientos años antes del nacimiento de Cristo, como en el Evangelio aparece una de las enfermedades más temidas por el hombre antiguo: la lepra.

 El libro del Levítico recoge la legislación que Moisés da a los israelitas para tratar los casos de lepra. Nos puede parecer muy dura, pero realmente buscaba el bien común en un momento en el que no existían apenas medios de higiene y curación. Visto desde un punto de vista positivo su intención es proteger a los sanos de contraer la enfermedad.

Pero las consecuencias para el enfermo eran terribles: pasaba a estar aislado de su familia, de su gente, solo podía estar en compañía de otros leprosos y fuera de los pueblos y ciudades. Además, con la mentalidad israelita de que las enfermedades son un castigo de Dios, una enfermedad tan temible tenía que ser el castigo de un gran pecado; por eso se le consideraba religiosamente impuro, no podía frecuentar las oraciones con el resto, quedaba señalado, y solo los sacerdotes hebreos podían decretar su sanación y su vuelta a la sociedad y a la religión.

Se protegía a la comunidad, pero se dañaba gravemente la dignidad y los sentimientos del enfermo concreto. Unían al dolor físico el dolor moral de la marginación y la exclusión total.

 En esto, como en tantas otras cosas, Jesucristo trae la novedad de Dios que quiere la felicidad y la plenitud de todos sus hijos e hijas sin excepción ni barrera alguna. Confiado en su actitud misericordiosa, en su bondad, el enfermo se acerca a Jesús, haciendo lo que según la ley del Levítico no podía hacer. Lo hace con confianza y humildad, reconociendo la capacidad de Jesús para curarlo: Si quieres puedes curarme.

Y Jesús compadecido de él, extendió la mano y lo tocó. El gesto de tocar a un leproso era algo inconcebible en aquella sociedad, porque significaba compartir su propia enfermedad, su impureza; para Jesús la dignidad de este hombre está por encima de su enfermedad. Y Jesús no solo lo toca, sino que lo cura. Y la curación de Jesús no solo abarca a su enfermedad física, sino también al otro aspecto mucho más doloroso. La acción de Jesús le ha devuelto la salud, y también su dignidad como persona y como creyente, que es mucho más importante. Este descubrimiento de la persona, de cualquier persona, como Hijo de Dios, era lo que el Levítico no intuyó, pero que Jesús tenía claro que era lo principal.
 
La lección de Jesús en este domingo, es por tanto, importantísima, las personas y sobre todo los necesitados, los que sufren, los rechazados por todos, son para Él, los preferidos. Y nos pide a los que decimos que creemos en Él, que también tengamos entrañas de misericordia con aquellos que cumplen estas condiciones y que vivan junto a nosotros. Con aquellos que solicitan nuestra ayuda, nuestra compañía, nuestro apoyo, en los momentos malos y duros por los que pasan. Y que nosotros no busquemos excusas para evitar nuestro compromiso. En nuestra sociedad los leprosos, son todos aquellos que son excluidos con solo pronunciar su nombre, aquellos que nadie quiere, aquellos que no cuentan para nada, aquellos a los que de una forma sistemática se les niega primero su dignidad como Hijo de Dios, y eso para el creyente es algo fundamental, porque es lo mismo que negarle su dignidad como persona.
 
Le pedimos al Señor, en este domingo, que nos haga más sensibles a las necesidades de las personas que conocemos. En este domingo nos comprometemos a no poner barreras entre nosotros, a dejarnos afectar por lo que le ocurre al vecino, a luchar contra la tentación de la insensibilidad del corazón. Seamos en esto imitadores de Cristo, como dice san Pablo.

 Señor, te pedimos por los pobres, por todos los que sufren, los que están solos o enfermos, los que necesitan de alguien y no encuentran a nadie que les ayude en su problema.

 

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