sábado, 18 de abril de 2020

Domingo II de Pascua, domingo de la Divina Misericordia


Hoy celebramos el segundo domingo de la cincuentena pascual, el, así denominado, Domingo de la Divina Misericordia.

¿De dónde le viene este nombre? Fue San Juan Pablo II quien promulgó, durante el jubilar año 2000, que el primer domingo después de Pascua fuese dedicado a la Divina Misericordia; así lo dijo: «En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros».
La devoción a la Divina Misericordia fue muy impulsada por la religiosa polaca Santa Faustina Kowalska que, tras recibir varias apariciones de Jesucristo, siente que le confía la misión de recordar a todos que el corazón de Dios es misericordia y que está y estará siempre abierto para acogernos, por muy pecadores que seamos.

Veamos cuál es el mensaje de la Palabra de Dios en este día. Comencemos, para ello, por el Evangelio, que es siempre la lectura más importante del domingo y la que marca el sentido del resto.

Los discípulos estaban como nosotros, confinados en una casa cerrada, pero no por orden de las autoridades sanitarias ni por miedo al contagio de un virus, sino por miedo a los perseguidores. Además de estar con las puertas cerradas, nos dice el relato evangélico que era al anochecer, en la oscuridad del primer día de la semana, es decir, del domingo.

La puerta cerrada no es barrera para el cuerpo glorioso del Resucitado, que se pone en medio de ellos y les desea la paz. Por dos veces les saluda de este modo: "Paz a vosotros". El Señor resucitado es el que nos trae la verdadera paz, mucho mayor que la que puede dar el mundo, porque él ha vencido el pecado que divide y enfrenta, con su sacrificio en la cruz, y nos ha reconciliado con el Padre, de modo que ya no podemos temer el castigo.

Además de desearles la paz, les muestra sus manos y su costado. Dios ha querido que su Hijo, después de vencer la muerte, siga conservando en su cuerpo glorioso las llagas de la pasión, las de los clavos y la lanza. No es un fantasma, ni una alucinación o un engaño colectivo. Realmente ha salido vivo del sepulcro al tercer día y el que tienen ante ellos ahora es el mismo al que vieron clavado y maltratado.

El encuentro con Él les llena de gran alegría. Entonces sopla sobre ellos y les llena del Espíritu Santo; el aliento del Señor resucitado es el amor que le une al Padre Dios, es la misma tercera persona de la Santísima Trinidad.  El Espíritu es el gran regalo que da Dios en la Pascua; por eso la Pascua culmina con Pentecostés, con la venida del Espíritu de Dios sobre el colegio apostólico y el nacimiento de la Iglesia. Pero, como vemos en el relato evangélico de hoy, Pentecostés no es la primera vez que reciben el Espíritu.

Junto con el Espíritu, les da el poder de perdonar los pecados en su nombre. La Iglesia, porque Jesucristo así lo ha querido, tiene el poder de perdonar los pecados en su nombre con la fuerza del Espíritu. Cada vez que nos acercamos a la confesión, un sacerdote, sucesor de los apóstoles, nos perdona los pecados igual que si fuese Cristo el que lo hiciera.

Pero Tomás, uno de los Doce, no estaba con ellos y, por eso, no acepta el testimonio que los demás dan. No sólo se muestra como incrédulo, sino como desconfiado, el testimonio que la Iglesia le da para él no basta. Como tantos dicen hoy “Yo creo, pero a mi manera, no por lo que me diga la Iglesia”. Tomás quiere tocar, experimentar, comprobar por sí mismo.

El Señor es tan bueno y compresivo que, a los ocho días, de nuevo en domingo, vuelve para encontrarse con él y dejarle tocar sus llagas. El Señor le recrimina su incredulidad y Tomás ante eso sólo puede exclamar desde su corazón rendido “Señor mío y Dios mío”.
Podemos concluir diciendo, con el Papa Francisco, que el Resucitado trae tres dones que necesitaban entonces y que necesitamos ahora: la Paz, la Alegría y la Misión de reconciliar.

Aquellos que durante cincuenta días han experimentado en repetidas ocasiones que Jesucristo vive y han quedado llenos del Espíritu Santo forman comunidades cristianas como la que nos describe la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles: vivían unidos, no había pobres entre ellos porque todo lo tenían en común, se llamaban de corazón hermanos, alababan continuamente a Dios. Por eso el grupo de los cristianos iba creciendo día tras día, porque su forma de vivir alegres, unidos, esperanzados, atraía a muchos.
Este es el ideal al que deben aspirar nuestras parroquias y comunidades cristianas, ser comunidades que perseveran en una misma fe, en el compartir, en la eucaristía y en la oración constante por todos.
Cuando esta situación de alejamiento forzado termine y podamos volver a nuestras parroquias, ¿cómo viviremos en ellas la fe?, ¿habrá crecido nuestro deseo de construir comunidad?, ¿valoraremos más poder recibir la eucaristía y los sacramentos?, ¿seremos más egoístas y desconfiados o más generosos y solidarios?

Feliz Domingo Pascual de la Divina Misericordia y mucho ánimo. Dios os bendiga.

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