SED RICOS ANTE DIOS
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA La Palabra
de Dios es siempre una luz que nos descubre lo verdadero, lo importante, lo
necesario de la vida. Quien se deja guiar por la Palabra es como quien camina
por una senda en la noche cerrada guiada por una potente lámpara… no extravía
la senda.
Nos dirige
siempre una invitación a pensar acerca del sentido de nuestra vida: ¿Estamos
guiándonos por valores auténticos, de los que engrandecen la persona, de los
que nos hacen crecer humanamente? ¿O nos guiamos por contravalores que nos
alienan y desecan nuestro espíritu?
Las
lecturas son como un espejo en el que mirarnos y revisar cómo estamos, al menos
una vez por semana.
Este
domingo la pregunta que nos lanza la Palabra es: ¿nos relacionamos cristiana y
evangélicamente con el dinero y los bienes materiales? Esta pregunta aparece
planteada en las tres lecturas. En la
primera, del libro del Eclesiastés, hay una mirada pesimista, pero realista,
sobre la vida del hombre.
Y también
en la segunda lectura, con la invitación de San Pablo a buscar los bienes de
arriba, los que no pasan nunca.
El
evangelio es siempre el centro de las lecturas que se proclaman. A Jesús le
pide un hombre que sea juez en una cuestión espinosa que entonces, como ahora,
trae, a menudo, disgustos y enfrentamientos: el reparto de una herencia.
Cuantas
veces las familias se rompen, puede que para siempre, por los repartos de las
herencias; se daña así el valor más grande, que es la armonía familiar, por el
valor más pequeño y perecedero, que es el dinero y las posesiones, que tienen
fecha de caducidad como todo lo material.
Jesús no
quiere ser árbitro de ese reparto entre hermanos, pero aprovecha la cuestión
para enseñar algo más importante a una parte y a la otra: no os dejéis llevar
por la codicia, no convirtáis los bienes materiales, que son solo un
instrumento, en el centro de la vida, como si de ellos se pudiese esperar la
salvación y la alegría completas.
San Pablo
lo dice de otro modo: apartaos de la codicia y la avaricia, que son una forma
de idolatría. Se puede hacer del dinero y del consumo, del bienestar, un ídolo
que suplanta el lugar primero de la vida del creyente, que debe ocupar
únicamente Dios.
La
parábola, con la que Jesús ilustra la enseñanza, se entiende perfectamente,
porque ha ocurrido y sigue ocurriendo muchas veces. Un hombre ha tenido una
gran cosecha; seguramente ha trabajado mucho para obtenerla, se ha esforzado
con acierto y sacrificio.
No es malo
que haya obtenido toda esta riqueza de su trabajo honrado, pero se le llama
necio. No porque sea rico, sino porque se ha creído que su vida se la
garantizaría los bienes acumulados, se ha imaginado que con almacenarlos y
disfrutarlos es más que suficiente.
No es
malo, es necio, es decir falto de sabiduría, se ha equivocado; ha atesorado sus
riquezas, pero no las ha aprovechado para hacerse rico ante Dios en buenas
obras de generosidad, de compartir, de hacer el bien. Eso era lo que podía
haberle hecho rico de verdad, rico de espíritu, rico de humanidad, rico en el
único tesoro que podrá llevarse cuando deje esta vida terrena.
“Buscad
los bienes de allí arriba, no los de la tierra”. Por supuesto que necesitamos
el dinero para vivir en este mundo, en el que necesitamos un techo, alimento,
vestido, comida y otras cosas. Pero todo eso son solo instrumentos que debemos
usar responsablemente, sin dejar que se apoderen de nosotros, que ocupen
nuestro pensamiento y nuestras ilusiones, como si fuesen el centro de la vida.
Porque
entonces seremos necios que no saben que su vida está en las manos de Dios, que
estamos aquí de paso y que, al final, no nos preguntarán cuanto acumulamos,
sino cuanto amor dimos.
La Palabra
de Dios de este domingo nos previene y enseña para que no nos equivoquemos, ya
que las riquezas, sean muchas o pocas, pueden convertirse en ídolos falsos a
los que sacrificamos las relaciones familiares y de amistad, la salud, la paz
interior, el equilibrio necesario…
Usemos lo
que tenemos con sencillez y modestia, con alegría y paz, y aprovechemos que
tenemos, poco o mucho, para hacer el bien que podamos. Como le gustaba repetir
al recordado Papa Francisco: “ningún sudario de difuntos tiene bolsillos y a
ningún cortejo fúnebre le sigue un camión de mudanzas”.
Los
tesoros que nos acompañarán serán los eternos: las obras de amor y generosidad.
La Palabra
de Dios es siempre una luz que nos descubre lo verdadero, lo importante, lo
necesario de la vida. Quien se deja guiar por la Palabra es como quien camina
por una senda en la noche cerrada guiada por una potente lámpara… no extravía
la senda.
Nos dirige
siempre una invitación a pensar acerca del sentido de nuestra vida: ¿Estamos
guiándonos por valores auténticos, de los que engrandecen la persona, de los
que nos hacen crecer humanamente? ¿O nos guiamos por contravalores que nos
alienan y desecan nuestro espíritu?
Las
lecturas son como un espejo en el que mirarnos y revisar cómo estamos, al menos
una vez por semana.
Este
domingo la pregunta que nos lanza la Palabra es: ¿nos relacionamos cristiana y
evangélicamente con el dinero y los bienes materiales? Esta pregunta aparece
planteada en las tres lecturas. En la
primera, del libro del Eclesiastés, hay una mirada pesimista, pero realista,
sobre la vida del hombre.
Y también
en la segunda lectura, con la invitación de San Pablo a buscar los bienes de
arriba, los que no pasan nunca.
El
evangelio es siempre el centro de las lecturas que se proclaman. A Jesús le
pide un hombre que sea juez en una cuestión espinosa que entonces, como ahora,
trae, a menudo, disgustos y enfrentamientos: el reparto de una herencia.
Cuantas
veces las familias se rompen, puede que para siempre, por los repartos de las
herencias; se daña así el valor más grande, que es la armonía familiar, por el
valor más pequeño y perecedero, que es el dinero y las posesiones, que tienen
fecha de caducidad como todo lo material.
Jesús no
quiere ser árbitro de ese reparto entre hermanos, pero aprovecha la cuestión
para enseñar algo más importante a una parte y a la otra: no os dejéis llevar
por la codicia, no convirtáis los bienes materiales, que son solo un
instrumento, en el centro de la vida, como si de ellos se pudiese esperar la
salvación y la alegría completas.
San Pablo
lo dice de otro modo: apartaos de la codicia y la avaricia, que son una forma
de idolatría. Se puede hacer del dinero y del consumo, del bienestar, un ídolo
que suplanta el lugar primero de la vida del creyente, que debe ocupar
únicamente Dios.
La
parábola, con la que Jesús ilustra la enseñanza, se entiende perfectamente,
porque ha ocurrido y sigue ocurriendo muchas veces. Un hombre ha tenido una
gran cosecha; seguramente ha trabajado mucho para obtenerla, se ha esforzado
con acierto y sacrificio.
No es malo
que haya obtenido toda esta riqueza de su trabajo honrado, pero se le llama
necio. No porque sea rico, sino porque se ha creído que su vida se la
garantizaría los bienes acumulados, se ha imaginado que con almacenarlos y
disfrutarlos es más que suficiente.
No es
malo, es necio, es decir falto de sabiduría, se ha equivocado; ha atesorado sus
riquezas, pero no las ha aprovechado para hacerse rico ante Dios en buenas
obras de generosidad, de compartir, de hacer el bien. Eso era lo que podía
haberle hecho rico de verdad, rico de espíritu, rico de humanidad, rico en el
único tesoro que podrá llevarse cuando deje esta vida terrena.
“Buscad
los bienes de allí arriba, no los de la tierra”. Por supuesto que necesitamos
el dinero para vivir en este mundo, en el que necesitamos un techo, alimento,
vestido, comida y otras cosas. Pero todo eso son solo instrumentos que debemos
usar responsablemente, sin dejar que se apoderen de nosotros, que ocupen
nuestro pensamiento y nuestras ilusiones, como si fuesen el centro de la vida.
Porque
entonces seremos necios que no saben que su vida está en las manos de Dios, que
estamos aquí de paso y que, al final, no nos preguntarán cuanto acumulamos,
sino cuanto amor dimos.
La Palabra
de Dios de este domingo nos previene y enseña para que no nos equivoquemos, ya
que las riquezas, sean muchas o pocas, pueden convertirse en ídolos falsos a
los que sacrificamos las relaciones familiares y de amistad, la salud, la paz
interior, el equilibrio necesario…
Usemos lo
que tenemos con sencillez y modestia, con alegría y paz, y aprovechemos que
tenemos, poco o mucho, para hacer el bien que podamos. Como le gustaba repetir
al recordado Papa Francisco: “ningún sudario de difuntos tiene bolsillos y a
ningún cortejo fúnebre le sigue un camión de mudanzas”.
Los
tesoros que nos acompañarán serán los eternos: las obras de amor y generosidad.
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