ERES LA LUZ PARA ALUMBRAR A LAS NACIONES
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA Por coincidir en este día el 2 de febrero con un domingo del
tiempo ordinario, celebramos la Fiesta de la Presentación del Señor en el
templo de Jerusalén.
La tradición hebrea pedía, aunque no era del todo
obligatorio, que las familias piadosas ofreciesen a Dios su hijo primogénito a
los cuarenta días de su nacimiento, pagando el rescate de un sacrificio por él.
También se cumplía así con la purificación de la madre que, según aquella ley
religiosa, había quedado manchada por el parto. Si lo pensamos bien, no era necesario
que María y José cumpliesen con estas normas religiosas.
Jesús no necesita ser ofrecido a Dios porque él es el Hijo de
Dios hecho hombre, la Palabra de Dios encarnada en carne humana; le pertenece
por completo y es parte de Dios como segunda persona de la Trinidad,
Y María no necesita purificación alguna: es completamente
pura, escogida por Dios sin mancha del pecado original, virgen antes de ser
madre y virgen después de ser madre.
La segunda lectura de hoy, tomada de la Carta a los hebreos,
nos da la clave para entender esta aparente paradoja cuando dice: “Él no vino
para socorrer a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En
consecuencia, debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser
un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios, a fin de expiar
los pecados del pueblo”.
En ese misterio de amor que es la encarnación humana del Hijo
de Dios, el Padre quiere que su Hijo se haga semejante en todo a sus hermanos
los hombres, también sometiéndose a aquellas leyes religiosas que, hasta que
Jesús enseñe un camino mucho mejor para alcanzar a Dios, parecían las más rectas
porque habían sido reveladas.
Jesús y María entran en el templo llevando en sus brazos al
recién nacido. Se cumple la profecía de Malaquías: “entrará en el Templo el
Señor que vosotros buscáis”. Pero se cumple de un modo nuevo, porque no entra
como el Señor de los ejércitos, glorioso, poderoso, lejía abrasiva y fuego
fuerte para purificar y refinar, sino como un niño que depende del calor y el
pecho de María para sobrevivir.
Su presencia salvadora no se impone, sino que se ofrece. Sólo
los limpios y sencillos de corazón, los que de verdad aguardan en las promesas
de Dios son capaces de reconocerlo. ¿Cuánta gente habría en el templo en aquel
momento?, ¿Cuántos sabios de la Ley, escribas, rabinos y sacerdotes? Con toda
seguridad habría muchos. Pero ninguno de ellos repara en aquella familia pobre,
venida de lejos, que solo puede ofrecer por su primogénito el sacrificio que se
podían permitir los más pobres: un par de tórtolas o dos pichones.
Solo reconocen que es el Mesías de Dios aquellos dos ancianos
justos y verdaderamente creyentes: Simeón y Ana. Les mueve el Espíritu Santo a
hacerlo, pero les mueve también su deseo sincero de descubrir a Dios no en lo
poderoso, sino en lo sencillo. Tan sencillo como un recién nacido llevado por
sus padres humildes.
Simeón toma en brazos al niño y alaba a Dios desde lo profundo
de su corazón: Dios ha cumplido sus promesas y aquel niño es la luz para
alumbrar a las naciones y la gloria de su pueblo Israel.
Esta fiesta de la Presentación es una fiesta de la luz. Jesús
dirá, ya adulto, de sí mismo: “Yo soy la luz, el que me sigue no camina en la
oscuridad”.
Con la luz de Jesús descubrimos las realidades más importantes
de esta vida, descubrimos cuál es la voluntad y el plan de Dios para nosotros,
no vamos dando tumbos como vagabundos sin destino, sino que caminamos como
peregrinos de esperanza con un destino cierto.
En este día recordamos a todos nuestros hermanos consagrados:
religiosos y religiosas. Aquellos que viven para la oración y aquellos que,
además de orar, tienen un apostolado en el campo de la caridad, de la misión,
de la enseñanza… son tantos los carismas, las órdenes, las congregaciones.
Tienen en común, aun siendo tan diversos, que todos ellos y
todas ellas han descubierto que Jesucristo es la luz de sus vidas y se han
consagrado a llevar esa luz que ilumina y salva a otros.
Damos gracias a Dios por sus vocaciones y sus vidas, oramos
por todos y pedimos que sigan siendo en la Iglesia y en el mundo destellos y
reflejos de la luz de Jesús.
Por coincidir en este día el 2 de febrero con un domingo del
tiempo ordinario, celebramos la Fiesta de la Presentación del Señor en el
templo de Jerusalén.
La tradición hebrea pedía, aunque no era del todo
obligatorio, que las familias piadosas ofreciesen a Dios su hijo primogénito a
los cuarenta días de su nacimiento, pagando el rescate de un sacrificio por él.
También se cumplía así con la purificación de la madre que, según aquella ley
religiosa, había quedado manchada por el parto. Si lo pensamos bien, no era necesario
que María y José cumpliesen con estas normas religiosas.
Jesús no necesita ser ofrecido a Dios porque él es el Hijo de
Dios hecho hombre, la Palabra de Dios encarnada en carne humana; le pertenece
por completo y es parte de Dios como segunda persona de la Trinidad,
Y María no necesita purificación alguna: es completamente
pura, escogida por Dios sin mancha del pecado original, virgen antes de ser
madre y virgen después de ser madre.
La segunda lectura de hoy, tomada de la Carta a los hebreos,
nos da la clave para entender esta aparente paradoja cuando dice: “Él no vino
para socorrer a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En
consecuencia, debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser
un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios, a fin de expiar
los pecados del pueblo”.
En ese misterio de amor que es la encarnación humana del Hijo
de Dios, el Padre quiere que su Hijo se haga semejante en todo a sus hermanos
los hombres, también sometiéndose a aquellas leyes religiosas que, hasta que
Jesús enseñe un camino mucho mejor para alcanzar a Dios, parecían las más rectas
porque habían sido reveladas.
Jesús y María entran en el templo llevando en sus brazos al
recién nacido. Se cumple la profecía de Malaquías: “entrará en el Templo el
Señor que vosotros buscáis”. Pero se cumple de un modo nuevo, porque no entra
como el Señor de los ejércitos, glorioso, poderoso, lejía abrasiva y fuego
fuerte para purificar y refinar, sino como un niño que depende del calor y el
pecho de María para sobrevivir.
Su presencia salvadora no se impone, sino que se ofrece. Sólo
los limpios y sencillos de corazón, los que de verdad aguardan en las promesas
de Dios son capaces de reconocerlo. ¿Cuánta gente habría en el templo en aquel
momento?, ¿Cuántos sabios de la Ley, escribas, rabinos y sacerdotes? Con toda
seguridad habría muchos. Pero ninguno de ellos repara en aquella familia pobre,
venida de lejos, que solo puede ofrecer por su primogénito el sacrificio que se
podían permitir los más pobres: un par de tórtolas o dos pichones.
Solo reconocen que es el Mesías de Dios aquellos dos ancianos
justos y verdaderamente creyentes: Simeón y Ana. Les mueve el Espíritu Santo a
hacerlo, pero les mueve también su deseo sincero de descubrir a Dios no en lo
poderoso, sino en lo sencillo. Tan sencillo como un recién nacido llevado por
sus padres humildes.
Simeón toma en brazos al niño y alaba a Dios desde lo profundo
de su corazón: Dios ha cumplido sus promesas y aquel niño es la luz para
alumbrar a las naciones y la gloria de su pueblo Israel.
Esta fiesta de la Presentación es una fiesta de la luz. Jesús
dirá, ya adulto, de sí mismo: “Yo soy la luz, el que me sigue no camina en la
oscuridad”.
Con la luz de Jesús descubrimos las realidades más importantes
de esta vida, descubrimos cuál es la voluntad y el plan de Dios para nosotros,
no vamos dando tumbos como vagabundos sin destino, sino que caminamos como
peregrinos de esperanza con un destino cierto.
En este día recordamos a todos nuestros hermanos consagrados:
religiosos y religiosas. Aquellos que viven para la oración y aquellos que,
además de orar, tienen un apostolado en el campo de la caridad, de la misión,
de la enseñanza… son tantos los carismas, las órdenes, las congregaciones.
Tienen en común, aun siendo tan diversos, que todos ellos y
todas ellas han descubierto que Jesucristo es la luz de sus vidas y se han
consagrado a llevar esa luz que ilumina y salva a otros.
Damos gracias a Dios por sus vocaciones y sus vidas, oramos
por todos y pedimos que sigan siendo en la Iglesia y en el mundo destellos y
reflejos de la luz de Jesús.
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