¡SEÑOR, SÁLVAME!
La Palabra de Dios en este domingo nos presenta dos escenas
muy diferentes, en la primera lectura y en el evangelio, entre las que debemos
encontrar puntos de unión.
El profeta Elías es conocido en la historia de Israel como el
profeta de fuego, un profeta terrible que empleó la fuerza bruta para llevar
adelante su misión, con una violencia que desde la óptica cristiana resulta insoportable.
Elías acabó con cientos de profetas paganos de un culto falso, que atraía al
pueblo de Israel apartándolo de la alianza con Yahvé, se enfrentó a los reyes,
mandó la sequía sobre la tierra…
Y, por fin, el profeta Elías cae en una gran depresión y se
desea la muerte. Siente la duda de que todo aquello que ha hecho por defender
la fe quizás no era la voluntad de Dios. Se esconde en una cueva en el monte
Horeb de los que pretenden su muerte. Allí Dios le hace saber que va a pasar
ante él. Hay tres manifestaciones poderosas y sobrecogedoras, un huracán, un
terremoto y un fuego, pero en ninguna de las tres estaba la presencia de Dios.
Finalmente pasa el susurro de una brisa suave y Elías, tan
acostumbrado a la violencia y el poder, descubre que en esa manifestación tan
sencilla está la presencia de Dios.
Seguro que este pasaje nos ilumina a todos nosotros. Nos
gustaría que Dios se manifestase con toda claridad y rotundidad en tantas
circunstancias y parece que nos molesta su silencio, su suavidad, sus tiempos
que no son los nuestros.
Y, sin embargo, Dios pasa de ese modo y solo el que descubre
el valor del silencio y de la escucha desde el corazón lo descubre.
O a veces valoramos los grandes acontecimientos que reúnen miles
de personas y medimos el valor de las actividades de la Iglesia por el número de
personas que juntan, pero el estilo de Dios es, tantas veces, hacerse presente precisamente
en lo sencillo, en lo humilde, en los pocos que se reúnen con cariño en su
nombre aunque no cuenten para el mundo.
Y si no estamos atentos a esas brisas suaves, no nos enteramos
de nada…
La segunda escena nos lleva al lago o mar de Galilea justo
después del milagro de la multiplicación de los panes. Los discípulos,
cumpliendo la orden de Jesús, están en una barca y les sorprende una fuerte
tormenta de olas y vientos. Aunque varios eran pescadores, temen por sus vidas.
Entonces Jesús se les acerca dominando las fuerzas contrarias de la naturaleza,
como ningún hombre puede hacer. Con sus palabras trata de devolverles la
confianza: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.
Pedro, siempre el más impulsivo de los apóstoles, le dice: “Señor,
si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua”. No se echa al agua, sino que pide a
Jesús que se lo mande, porque lo que puede darle seguridad en aquel peligro es
obedecerle.
Pedro representa aquí la actitud del discípulo: quiere
obedecer, se fía, pero en la dificultad, al sentir el viento contrario y las
olas, duda y se hunde. Hasta que grita “Señor, sálvame” y Jesús le levanta y le
pone a salvo.
No nos quedemos en estas escenas con lo anecdótico, porque la
Palabra de Dios es siempre una palabra viva con la cual el Señor quiere hablarnos
y ayudarnos a vivir según su voluntad.
Todos podemos pasar circunstancias en la vida en las que, por
más fe que tengamos, nos entran dudas y sentimos que nos hundimos. La Iglesia
también pasa por vientos muy contrarios y oleajes que parece que van a hundir
la barca de los discípulos.
Pero el Señor no nos deja y él es más fuerte que el mal y la
muerte, representados en esos oleajes y vientos del lago. Si nos fiamos, si
extendemos la mano, si oramos y procuramos mantenernos cerca de él, aunque no
sintamos nada, es seguro que va a tomarnos y levantarnos. ¿De qué modo lo va a
hacer? No lo sabemos, pero sabemos que lo hará.
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