YO ESTARÉ CON VOSOTROS
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Continuamos leyendo el discurso de despedida de Jesús a sus
discípulos en la última cena, que iniciamos en el evangelio del domingo pasado.
Son palabras que brotan del corazón de Cristo justo antes de su Pasión, que él
vive como su vuelta al Padre.
Las leemos en estos domingos últimos de la Pascua, porque el
Señor Resucitado se despide también de esa presencia física entre los suyos; ya
no volverá a aparecerse en la sala cerrada, en la orilla del lago o en el
camino a Emaús.
Pero eso no significa que nos deje solos y abandonados: “No
os dejaré huérfanos”, es su promesa.
¿Cómo va a cumplirla? Por medio del Paráclito, el Defensor,
el Espíritu de la verdad, que va a pedir al Padre para que lo envíe y
permanezca siempre a nuestro lado. La Pascua encuentra su culminación en el
envío del Espíritu Santo en Pentecostés.
Es cierto que ya, el primer día de la Pascua, el Resucitado
se hizo presente en medio del grupo de discípulos atemorizados y sopló sobre
ellos diciendo “Recibid el Espíritu Santo”. Pero ahora se trata de la promesa
de una presencia permanente de este, que va a habitar en los creyentes en
Jesús: “vosotros lo conocéis porque mora con vosotros y está con vosotros”.
¿Somos conscientes de esto?, ¿Somos conscientes de que, desde
el día de nuestro bautismo, llevado a plenitud por la confirmación, somos
templos del Espíritu Santo cada uno de nosotros?
Podemos encontrar en el Espíritu fortaleza, consuelo, guía,
ánimo, siempre que queramos. No tenemos que mirar hacia el cielo para invocar
al Espíritu Santo, porque estamos habitados por él, somos su morada.
Es el Espíritu de la verdad quien hace que no se nos olviden
las enseñanzas del Maestro, pues nos ayuda a recordarlas, a interpretarlas con
más profundidad y a comprender su sentido. Y gracias al Espíritu podemos
reconocer que Cristo sigue vivo, que está con nosotros.
La fe cristiana, cuando es una fe viva de verdad, es mucho
más que ser buenos o tener unas prácticas religiosas. Es vivir en Dios
permanentemente, injertados en el amor del Dios Trinidad, tal y como nos dice
Cristo: “Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros”. Esto es algo
tan maravilloso que ni acertamos a entenderlo.
Quien lo descubre, nunca se siente solo del todo, nunca se
siente huérfano. Hay una condición para mantener esa vida maravillosa: el amor
a Jesús. No un amor de palabras o de bonitos deseos. El amor que pide él es
real y concreto: si me amáis guardaréis mis mandamientos, el que acepta mis
mandamientos y los guarda, ese me ama.
En la primera lectura vemos cómo la fe lleva la alegría a la
ciudad de Samaría. El diácono Felipe, cuya elección con otros seis diáconos era
la primera lectura el domingo anterior, predica el Evangelio, la Buena Noticia
y la ciudad se llena de alegría y de curación.
No podemos dejar de compartir esta buena noticia con los que
tenemos alrededor, dispuestos a dar siempre razón de vuestra esperanza con
delicadeza y respeto. Porque es un mensaje que cambia los corazones y las vidas
y nosotros, cada uno de nosotros, impulsados por el Espíritu Santo, somos
misioneros.
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