SE LLENARON TODOS DE ESPÍRITU SANTO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Hoy celebramos la solemnidad de Pentecostés, a los cincuenta
días de la Pascua. Con esta fiesta concluimos por este año el ciclo pascual,
que durante todas estas siete semanas nos ha ayudado a profundizar en la gran
noticia que es el centro de nuestra fe cristiana: Jesucristo vive resucitado y
está con nosotros para siempre.
El Señor Resucitado les ha dado a los discípulos y a los
apóstoles muchas muestras de que vive, les ha abrazado, les ha hablado, se ha
dejado tocar, ha comido con ellos… y, según el relato del evangelista Juan que
hemos escuchado hoy como evangelio, les ha dado el Espíritu Santo en la tarde
misma de la Pascua.
La imagen es preciosa: Cristo resucitado sopla sobre ellos y
su soplo es el Espíritu Santo que le llena. Por este motivo, Jesús les había
dicho muchas veces que os conviene que yo me vaya al Padre para que podáis
recibir el Paráclito-Defensor, el espíritu de la verdad.
El aliento de vida del Resucitado es el Espíritu; esto
solamente ocurre después de que Jesús haya resucitado, haya ido al Padre en la
Ascensión siendo glorificado; ahora es el transmisor del Espíritu.
La misma tarde de la Pascua el Señor ya les da el Espíritu y
les envía, como el Padre le envío a Él para estar con nosotros, a cumplir la
misión del Reino. Pero la misión es universal: id a todos los pueblos de la
tierra y hacedles discípulos míos bautizándoles en el nombre del Padre del Hijo
y del Espíritu, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Resulta demasiado el encargo para aquel grupo tan sencillo,
que ha sufrido tanto por la muerte de su Maestro, que se sienten, y así lo son,
una minoría insignificante y perseguida ante el poder del Imperio y el opresivo
ambiente judío.
Por eso, aunque ha soplado sobre ellos el Espíritu, aún se
quedan en Jerusalén, llevando una vida de clandestinidad, compartiendo la fe
entre ellos, como un grupito invisible.
Pero en Pentecostés todo cambia: estaban reunidos y, de
pronto, la sala se llena de dos manifestaciones del Espíritu: viento y fuego.
El viento ya aparecía en el momento de la creación del mundo como viento que
sopla sobre las aguas, las ordena y las llena de vida. Es el viento del
Espíritu como el aliento que sopla sobre los discípulos el resucitado. Y el
fuego que da calor y vida a los que aún estaban tristes y mortecinos.
Cuando el Espíritu Santo les llena, los discípulos empiezan a
hablar de las grandezas de Dios en lenguas diversas, que no podían conocer
porque eran sencillos galileos. Empiezan a testimoniar la fe de manera que les
pueden oír predicar personas llegadas de todos los confines de la tierra, de
aquellos lugares a los que van a ser enviados como misioneros los discípulos de
Jesús.
En Pentecostés nace la Iglesia misionera, la Iglesia
universal que Jesús quiso. Ya no serán un grupúsculo judío, serán sal y luz
para el mundo entero, levadura enterrada en la masa del mundo para ir
transformándolo hasta que el Señor regrese como prometió.
El Espíritu Santo les desinstala y nos desinstala: salid de
vuestras comodidades y seguridades, de vuestros aburrimientos y apatías. ¡Hay
tanto que hacer!, ¡Hay tantos a los que debemos anunciar la Buena Noticia que
trae alegría y salvación, ¡Hay tanta necesidad de Dios en este mundo!
En Pentecostés celebramos la jornada del Apostolado Seglar. Si hoy mismo, por la acción del Espíritu Santo, como en el primer Pentecostés, cada católico descubriera que es un misionero enviado a aquellos con los que vive, la Iglesia y el mundo cambiarían radicalmente, sería una fuerza evangelizadora imparable.
Se lo pedimos hoy a Dios, que renueve la presencia
transformadora y misionera del Espíritu en cada uno de nosotros.
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