martes, 27 de febrero de 2018

DÍA DEL SEMINARIO 2018


 
“APÓSTOLES PARA LOS JÓVENES”

Ante el “Día del Seminario”

 
            Queridos diocesanos:

            El domingo 18 de marzo, al no ser festiva este año la solemnidad de San José, se celebra el Día del Seminario, la jornada eclesial dedicada a recordar a todos los fieles cristianos la institución en la que se forman los futuros presbíteros que han de prolongar la misión del Buen Pastor entre nosotros.

            La jornada está inmersa, además, en nuestro “Año pastoral diocesano vocacional” que impregna todas las actividades relacionadas con la misión de la Iglesia en nuestra diócesis. La iniciativa ha surgido en buena medida ante la “falta de vocaciones al ministerio sacerdotal con el consiguiente descenso en el número de alumnos del ‘Seminario Diocesano de San Froilán’ aun contando con la aportación del ‘Seminario Diocesano Misionero Redemtoris Mater “Virgen del Camino’, erigido el 27 de noviembre de 2007” (Decreto de 21-VII-2017). Nuestra diócesis, cuenta en este momento con 136 sacerdotes en activo, de los que 67 ejercen su ministerio en León capital y 69 en el ámbito restante integrando 13 arciprestazgos y al servicio de 757 parroquias, la inmensa mayoría rurales y muy reducidas en población, además de dedicarse a otros servicios pastorales como capellanías, acompañamiento de asociaciones de fieles, etc. No hago referencia ahora a otras dedicaciones confiadas a los religiosos y religiosas e incluso a los fieles laicos cuya actividad es necesaria y muy valiosa también. Pero ni unos ni otros pueden sustituir en algunas funciones pastorales a quienes han sido consagrados por el sacramento del Orden para presidir la comunidad cristiana, celebrar la Eucaristía, perdonar los pecados, ungir a los enfermos, etc.

Se trata, además, de llevar a cabo la misión evangelizadora y pastoral de la Iglesia en nuestra sociedad cada día más secularizada e indiferente ante la fe y la vida cristiana. El “Año pastoral diocesano vocacional” quiere dar una respuesta a estas preocupaciones y, especialmente, mostrar el atractivo del mensaje de Jesús que sigue llamando, hoy como ayer, a participar en la misión de anunciar el evangelio y transformar el corazón de los hombres. Por eso, durante todo el curso se vienen realizando actividades orientadas a mostrar la belleza de la vocación cristiana en general y de la llamada del Señor para el ministerio sacerdotal en concreto.

El lema del “Día del Seminario” de este año: “Apóstoles para los jóvenes”, alude a la celebración, en octubre próximo, de una asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada a este tema: «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional». La Iglesia quiere acompañar a los jóvenes para que reconozcan y acojan la llamada al amor y a la vida en plenitud, y también pedir a los mismos jóvenes que nos ayuden a identificar las modalidades más eficaces hoy para anunciar la Buena Noticia. Para realizar esta tarea necesitamos “apóstoles”, y en concreto jóvenes dispuestos a seguir a Jesucristo especialmente como sacerdotes, es decir, dejándolo todo como hicieron los primeros discípulos de Jesús que se fueron con él, se formaron a su lado y después de la resurrección se desparramaron por todo el mundo. Nos va en ello el presente y el futuro de la fe y de la vida cristiana entre nosotros. Por eso os confío esta jornada y espero que la asumáis con compromiso y esperanza. Nos va en ello el presente y, sobre todo, el futuro de nuestra Iglesia diocesana. Gracias.

 

+ Julián, Obispo de León

 

sábado, 24 de febrero de 2018

Encuentro de Catequistas Cuaresma 2018

A las 18:00 horas del sábado 17 de febrero, el equipo de catequistas de la Unidad Pastoral de Villaobispo de las Regueras, junto con D. Roberto nuestro párroco, animador, amigo y compañero; íbamos llegando a la casa Provincial de las hijas de la Caridad para compartir una profunda reflexión cuaresmal.
 Todo ocurría en un clima de fraternidad, amistad y alegría; porque sabíamos que de allí íbamos a salir fortalecid@s.
           
El trabajo de esta jornada giro entorno a la CUARESMA, que nos ha refrescado la mente y el corazón y nos ponía en sintonía para caminar en esta cuaresma 2018; sabiendo que es un camino que va a desembocar en la Pascua, que produce vida en abundancia porque es un caminar con Cristo. El encuentro con Él nos ayuda a dar pasos para encontrarnos también con nosotros mismos.
Despertar en nosotros esa búsqueda, requiere alzar la mirada y descubrir que somos capaces de:
·         Ver a Jesús
·         Descubrir al otro como don
·         Descubrir al otro como Presencia de Dios.
            Este camino nos habla de búsqueda y para eso debemos ser capaces de salir y transformar nuestro corazón, de arraigar nuestra vida en Dios, de liberarnos de todas esas libertades, intereses, comodidad y tiempo… y Jesús nos dice: “El que quiera venir conmigo, cargue  su cruz y me siga”.
            Por lo tanto descubriremos en este CAMINO, que no somos el centro porque nuestro centro es DIOS.
            Es un camino que nos tiene que ayudar a sentir el deseo de vivir para AMAR.
            La jornada se nos hizo corta, oramos, reflexionamos, compartimos sentimientos, analizamos el mensaje del Papa Francisco con cuatro puntos bien diferenciados:
·         Introducción
·         Falsos profetas
·         Un corazón frío
·         ¿Qué podemos hacer nosotros?
Trabajamos en grupos este mensaje del Papa Francisco, claro y cercano.
            Y concluimos esta jornada diciendo que el camino no es fácil; que debemos caminar con el cayado de la PALABRA DE DIOS; es lo que nos va a sostener, porque todos sabemos que en el camino encontramos: desiertos, pendientes, temporales, oscuridades. La clave está en mí, en ti, en el otro, en nosotros; en nuestra actitud, en saber superar los obstáculos, dificultades y vivir en positivo.
            Pero eso no fue todo, Ja, Ja, Ja, nos trajimos para casa nuestra tarea: “El Diario del Peregrino” ¡Qué bueno! Es tiempo de VER, JUZGAR, ACTUAR. Esperamos aprobar con nota en esta cuaresma.
            Gracias equipo, gracias Unidad Pastoral y gracias D. Roberto por acompañarnos y ayudarnos en esta subida hacia la PASCUA.
                                         María Paz Fernández (Catequista)
 
 

viernes, 23 de febrero de 2018

Catequesis Papa Francisco sobre la Santa Misa (III)


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuando con las Catequesis sobre la misa, podemos preguntarnos: ¿Qué es esencialmente la misa? La misa es el memorial del Misterio pascual de Cristo. Nos convierte en partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte y da significado pleno a nuestra vida.

Por esto, para comprender el valor de la misa debemos ante todo entender entonces el significado bíblico del «memorial». «En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la Pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos». Catecismo de la Iglesia Católica (1363). Jesucristo, con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo llevó a término la Pascua. Y la misa es el memorial de su Pascua, de su «éxodo», que cumplió por nosotros, para hacernos salir de la esclavitud e introducirnos en la tierra prometida de la vida eterna. No es solamente un recuerdo, no, es más: es hacer presente aquello que ha sucedido hace veinte siglos.

La eucaristía nos lleva siempre al vértice de las acciones de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido para nosotros, vierte sobre vosotros toda la misericordia y su amor, como hizo en la cruz, para renovar nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Dice el Concilio Vaticano II: «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado» (Cost. Dogm. Lumen gentium, 3).

Cada celebración de la eucaristía es un rayo de ese sol sin ocaso que es Jesús resucitado. Participar en la misa, en particular el domingo, significa entrar en la victoria del Resucitado, ser iluminados por su luz, calentados por su calor. A través de la celebración eucarística el Espíritu Santo nos hace partícipes de la vida divina que es capaz de transfigurar todo nuestro ser mortal. Y en su paso de la muerte a la vida, del tiempo a la eternidad, el Señor Jesús nos arrastra también a nosotros con Él para hacer la Pascua. En la misa se hace Pascua. Nosotros, en la misa, estamos con Jesús, muerto y resucitado y Él nos lleva adelante, a la vida eterna. En la misa nos unimos a Él. Es más, Cristo vive en nosotros y nosotros vivimos en Él: «Yo estoy crucificado con Cristo —dice san Pablo— y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gálatas 2, 19-20). Así pensaba Pablo.

Su sangre, de hecho, nos libera de la muerte y del miedo a la muerte. Nos libera no solo del dominio de la muerte física, sino de la muerte espiritual que es el mal, el pecado, que nos toma cada vez que caemos víctimas del pecado nuestro o de los demás. Y entonces nuestra vida se contamina, pierde belleza, pierde significado, se marchita.

Cristo, en cambio, nos devuelve la vida; Cristo es la plenitud de la vida, y cuando afrontó la muerte la derrota para siempre: «Resucitando destruyó la muerte y nos dio vida nueva». (Oración eucarística iv). La Pascua de Cristo es la victoria definitiva sobre la muerte, porque Él trasformó su muerte en un supremo acto de amor. ¡Murió por amor! Y en la eucaristía, Él quiere comunicarnos su amor pascual, victorioso. Si lo recibimos con fe, también nosotros podemos amar verdaderamente a Dios y al prójimo, podemos amar como Él nos ha amado, dando la vida.

Si el amor de Cristo está en mí, puedo darme plenamente al otro, en la certeza interior de que si incluso el otro me hiriera, yo no moriría; de otro modo, debería defenderme. Los mártires dieron la vida precisamente por esta certeza de la victoria de Cristo sobre la muerte. Solo si experimentamos este poder de Cristo, el poder de su amor, somos verdaderamente libres de darnos sin miedo. Esto es la misa: entrar en esta pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús; cuando vamos a misa es si como fuéramos al calvario, lo mismo. Pero pensad vosotros: si nosotros en el momento de la misa vamos al calvario —pensemos con imaginación— y sabemos que aquel hombre allí es Jesús. Pero, ¿nos permitiremos charlar, hacer fotografías, hacer espectáculo? ¡No! ¡Porque es Jesús! Nosotros seguramente estaremos en silencio, en el llanto y también en la alegría de ser salvados. Cuando entramos en la iglesia para celebrar la misa pensemos esto: entro en el calvario, donde Jesús da su vida por mí. Y así desaparece el espectáculo, desaparecen las charlas, los comentarios y estas cosas que nos alejan de esto tan hermoso que es la misa, el triunfo de Jesús.

Creo que hoy está más claro cómo la Pascua se hace presente y operante cada vez que celebramos la misa, es decir, el sentido del memorial. La participación en la eucaristía nos hace entrar en el misterio pascual de Cristo, regalándonos pasar con Él de la muerte a la vida, es decir, allí en el calvario. La misa es rehacer el calvario, no es un espectáculo.
AUDIENCIA GENERAL Miércoles 22 de noviembre de 2017

lunes, 12 de febrero de 2018

Catequesis Papa Francisco sobre la Santa Misa (II)




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Para comprender la belleza de la celebración eucarística deseo empezar con un aspecto muy sencillo: la misa es oración, es más, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y el mismo tiempo la más «concreta». De hecho es el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.
Pero primero debemos responder a una pregunta. ¿Qué es realmente la oración? Esta es sobre todo diálogo, relación personal con Dios. Y el hombre ha sido creado como ser en relación personal con Dios que encuentra su plena realización solamente en el encuentro con su creador. El camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con Dios. El libro del Génesis afirma que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, el cual es Padre e Hijo y Espíritu Santo, una relación perfecta de amor que es unidad. De esto podemos comprender que todos nosotros hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un continuo donarnos y recibirnos para poder encontrar así la plenitud de nuestro ser.
Cuando Moisés, frente a la zarza ardiente, recibe la llamada de Dios, le pregunta cuál es su nombre. ¿Y qué responde Dios? «Yo soy el que soy» (Éxodo 3, 14). Esta expresión, en su sentido original, expresa presencia y favor, y de hecho a continuación Dios añade: «Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (v. 15). Así también Cristo, cuando llama a sus discípulos, les llama para que estén con Él. Esta por tanto es la gracia más grande: poder experimentar que la misa, la eucaristía, es el momento privilegiado de estar con Jesús, y, a través de Él, con Dios y con los hermanos.
Rezar, como todo verdadero diálogo, es también saber permanecer en silencio —en los diálogos hay momentos de silencio—, en silencio junto a Jesús. Y cuando nosotros vamos a misa, quizá llegamos cinco minutos antes y empezamos a hablar con este que está a nuestro lado. Pero no es el momento de hablar: es el momento del silencio para prepararnos al diálogo. Es el momento de recogerse en el corazón para prepararse al encuentro con Jesús. ¡El silencio es muy importante! Recordad lo que dije la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permaneced en silencio junto a Jesús. Y del misterioso silencio de Dios brota su Palabra que resuena en nuestro corazón. Jesús mismo nos enseña cómo es realmente posible «estar» con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se retira en lugares apartados a rezar; los discípulos, viendo esta íntima relación con el Padre, sienten el deseo de poder participar, y le preguntan: «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11, 1). Hemos escuchado en la primera lectura, al principio de la audiencia. Jesús responde que la primera cosa necesaria para rezar es saber decir «Padre». Estemos atentos: si yo no soy capaz de decir «Padre» a Dios, no soy capaz de rezar. Tenemos que aprender a decir «Padre», es decir ponerse en la presencia con confianza filial. Pero para poder aprender, es necesario reconocer humildemente que necesitamos ser instruidos, y decir con sencillez: Señor, enséñame a rezar.
Este es el primer punto: ser humildes, reconocerse hijos, descansar en el Padre, fiarse de Él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario hacerse pequeños como niños. En el sentido de que los niños saben fiarse, saben que alguien se preocupará por ellos, de lo que comerán, de lo que se pondrán, etc. (cf. Mateo 6, 25-32). Esta es la primera actitud: confianza y confidencia, como el niño hacia los padres; saber que Dios se acuerda de ti, cuida de ti, de ti, de mí, de todos.
La segunda predisposición, también propia de los niños, es dejarse sorprender. El niño hace siempre miles de preguntas porque desea descubrir el mundo; y se maravilla incluso de cosas pequeñas porque todo es nuevo para él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario dejarse maravillar. En nuestra relación con el Señor, en la oración —pregunto— ¿nos dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar a Dios como hacen los loros? No, es fiarse y abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a la misa no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el Señor.
En el Evangelio se habla de un cierto Nicodemo (Juan 3, 1-21), un hombre anciano, una autoridad en Israel, que va donde Jesús para conocerlo; y el Señor nos habla de la necesidad de «renacer de lo alto» (cf v. 3). ¿Pero qué significa? ¿Se puede «renacer»? ¿Volver a tener el gusto, la alegría, la maravilla de la vida, es posible, también delante de tantas tragedias? Esta es una pregunta fundamental de nuestra fe y este es el deseo de todo verdadero creyente: el deseo de renacer, la alegría de recomenzar. ¿Nosotros tenemos este deseo? ¿Cada uno de nosotros quiere renacer siempre para encontrar al Señor? ¿Tenéis este deseo vosotros? De hecho se puede perder fácilmente porque, a causa de tantas actividad, de tantos proyectos que realizar, al final nos queda poco tiempo y perdemos de vista lo que es fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida que es encuentro con el Señor en la oración.
En verdad, el Señor nos sorprende mostrándonos que Él nos ama también en nuestras debilidades. «Jesucristo […] es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1 Juan 2, 2). Este don, fuente de verdadera consolación —pero el Señor nos perdona siempre— esto, consuela, es una verdadera consolación, es un don que se nos ha dado a través de la Eucaristía, ese banquete nupcial en el que el Esposo encuentra nuestra fragilidad. ¿Puedo decir que cuando hago la comunión en la misa, el Señor encuentra mi fragilidad? ¡Sí! ¡Podemos decirlo porque esto es verdad! El Señor encuentra nuestra fragilidad para llevarnos de nuevo a nuestra primera llamada: esa de ser imagen y semejanza de Dios. Este es el ambiente de la eucaristía, esto es la oración.

AUDIENCIA GENERAL Miércoles 15 de noviembre de 2017
 
 

TERCER DOMINGO DE PASCUA (B)

              VOSOTROS SOIS TESTIGOS COMENTARIO  A LAS LECTURAS DE LA MISA Continuamos adelante en el camino alegre del tiempo pascual....